Las movidas militares, diplomáticas y tuiteras producto de las tensiones en el noreste de Asia han engendrado procesos inesperados y no necesariamente bienvenidos en el seno de la comunidad internacional. El primero y más preocupante de todos, el camino decidido de Pyongyang al desarrollo, no solo de su armamento nuclear, sino de un sistema de entrega (delivery system), dudosamente capaz de llegar a los Estados Unidos. Independientemente del alcance de tales misiles, existen otros escenarios posibles. Todo lo que tiene que hacer Corea del Norte es detonar un artefacto nuclear en algún objetivo estratégico tanto en la península coreana como en sus cercanías: Seúl, Tokio o cualquiera de las bases militares o navales de los EE.UU. en el Pacífico para alterar catastróficamente el escenario geopolítico de la región.
La consecuencia más evidente de esto la hemos presenciado en dos movidas que no son bien vistas por algunos en círculos académicos, militares y diplomáticos. La primera, el camino a la posibilidad de un rearme de Japón como respuesta a las agresiones norcoreanas y la aparente pasividad de los chinos en “controlar” los gestos y acciones de su “satélite”. La segunda, y no necesariamente cuestionable, la anuencia de Corea del Sur, que en aras de la paz a cualquier costo, se ha convertido en portavoz del régimen de Kim Jong-un ante Washington y particularmente ante el presidente Donald Trump, quien hasta recién no paraba de dirigirse al líder norcoreano en términos despectivos, creando consigo una guerra de nervios sin precedentes en ambos lados del Pacífico.
En medio de las tensiones, la pausa necesaria llegó en torno a las Olimpiadas de invierno, en las que Seúl recibió con brazos abiertos a una delegación del norte. La visita provocó un frenético intercambio entre ambas Coreas y concluyeron en la invitación a Trump para reunirse con Kim y su inesperada (y para algunos cercanos al presidente, inapropiada) e inoportuna aceptación. Ello activó todo un proceso protocolar en el que aparentemente la República Popular China quedó marginada diplomáticamente. La especulación quedó silenciada esta semana con la visita secreta de Kim a la capital china y sus sorpresivas expresiones favoreciendo el diálogo diplomático y la posible desnuclearización de su país. La reunión, envuelta en un manto de misterio, dio paso a la reflexión de expertos en torno a los motivos de la primera visita del líder norcoreano. Todo parece indicar primeramente un deseo imperioso de Pekín de un mayor envolvimiento en el diálogo bilateral entre Washington y Pyongyang. Más allá de las intervenciones imprudentes del presidente Trump en las redes sociales, es la percepción de que el “control” chino sobre las movidas nucleares norcoreanas es casi inexistente y que su principal ansiedad es con la inestabilidad que un conflicto – nuclear o no – acarree para estos en la península coreana: crisis de refugiados en la región fronteriza y la cercanía más pronunciada de tropas estadounidenses a su territorio de caer el régimen norcoreano.
Tenemos así una situación única. Más que asertivas, las movidas forzadas del gobierno chino y el tenso intercambio entre Kim y el presidente chino, Xi-Jinping, pueden indicar una iniciativa más reactiva que proactiva. El consenso de los expertos es que, tentando el destino y moviéndonos más cerca de una confrontación con Washington, el régimen norcoreano haya superado (outmaneuvered, outflanked), a sus “mentores” y “protectores” chinos. Ventaja para Pyongyang, no queda de otra. La ausencia de expertos en la región a partir de la purga diplomática del Departamento de Estado, promulgada por el ya exsecretario Rex Tillerson, deja a la deriva a Washington y a merced del esencialismo reaccionario tanto del nuevo secretario de Estado, Mike Pompeo, como del nuevo asesor de seguridad nacional, John Bolton. Se acerca la cumbre bilateral y Pekín, mirando la situación y su aparente posición desventajosa, intenta asirse de algo favorablemente tangible reafirmando su rol mediador.
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