Los ojos enfermos de Degas: a cien años de su muerte

Omar López Mato

Compartir
Compartir articulo

Hilaire-Germain-Edgar de Gas (1834-1917) nació en el seno de una familia de la alta burguesía. Su padre y su abuelo eran banqueros, emparentados con nobles familias del norte de Italia.

Puede ser que por su origen le haya costado incorporarse a este grupo heterogéneo de pintores impresionistas. Puede ser que su carácter de solterón empedernido y misógino le haya impedido compartir sus afectos.

Imagínese, solo por un instante, una mesa de café, el verano parisino y una discusión entre amigos sobre cómo y por qué pintar. Discuten apasionadamente, se pelean, quizás se insulten. Son Manet, Renoir, Pissarro, Monet, Cézane, está Zola con un gesto adusto, Maupassant y también Valéry.

Por años, ellos y muchos más se reunieron periódicamente en el Café de la Nouvelle Athènes de Montmartre para opinar, pasarse datos o simplemente cambiar "impresiones". Entre ellos, se encuentra este joven elegantemente vestido, siempre listo para la controversia, expectante, a veces explosivo en su discurso, tajante y altivo, inteligente y culto, que llega a ser hiriente en sus juicios y en su forma de expresarse. Era Edgar de Gas, como se escribía originalmente o Degas, como fue conocido, por la posteridad.

Degas comenzó a quejarse de sus ojos en 1870, a los 36 años, cuando se incorporó a la Guardia Nacional durante la defensa de París. Hasta entonces había estudiado abogacía, a instancias de su padre, pero pronto se volcó a la pintura. En ningún momento había sentido problemas, pero haciendo los ejercicios de tiro Degas se percató de que no podía apuntar con precisión. Él opinaba que las penurias sufridas durante esa campaña fueron la causa de sus males. Sostenía que el frío y el exceso de sol eran los causantes de sus problemas visuales. De allí en más, siempre pintó en interiores, no como sus colegas, que insistían en pintar au plein air. Con el tiempo, hasta dejó de salir de su taller. Se basaba en fotografías, que él mismo tomaba o modelos para completar sus lienzos.

En 1873 sus hermanos se incorporaron a la empresa textil del tío materno que vivía en Nueva Orleans. Fue a visitarlos al Nuevo Mundo y allí conoció a su cuñada, que también era su prima, Estelle Musson de Degas, por la que sentía un profundo afecto. Estelle se estaba quedando ciega. A los 32 años ya no podía manejarse por sus propios medios. "Oftalmia" dijeron los médicos. Término amplio, inespecífico, típica terminología que usan los galenos para esconder su ignorancia. Degas nunca le perdonó a su hermano el haberse divorciado de su prima en estas condiciones.

infobae

Estelle

A pesar del clima tropical y la flora exuberante del lugar, solo se le conocen obras de gabinete. El sol del trópico lo cegaba. Degas volvió de Norteamérica impresionado por Estelle y con la secreta convicción de que sus problemas visuales se agravarían con el tiempo "llevándolo al bando de los ciegos".

No se conservan los archivos de los oftalmólogos que lo trataron. Sus cartas ofrecen claves confusas sobre el origen de su problema. Degas era un hombre de fortuna, no solo por su herencia, sino también por el éxito de ventas de sus cuadros. Así pudo tener un pasar desahogado. Estos medios le permitieron consultar con los más encumbrados profesionales de su época, entre ellos Maurice Perrin, que llegó a ser general del servicio médico del ejército francés, y Edmond Landolt, el fundador de los Archives d'Ophtalmologie y el creador de los optotipos, los signos que se usan en los carteles para tomar la visión, que llevan su nombre. Landolt le prescribió unos anteojos con una ranura en el centro llamados estenopeicos (que aún se conservan), muy en boga en ese momento por las apreciaciones de un destacado oftalmólogo alemán, el doctor Liebreich, como conclusión de sus estudios sobre la pintura de Turner, que atribuía a las cataratas que padecía el artista británico.

infobae

Lentes estenopeicos

Degas intentó utilizar estos lentes pero los encontró muy molestos y poco útiles para su trabajo. Nuestro artista fue cambiando su paleta hacia colores más intensos, especialmente el rojo. Esto también explicaría que haya preferido el pastel al óleo, más difícil de manejar para quien padece una dificultad en la discriminación de los colores.

La pérdida progresiva en la discriminación de los objetos y las molestias de sortear una mancha central son propias de afecciones de la retina, probablemente una maculopatía de origen genéticos por sus antecedentes familiares y la edad de comienzo. Su amigo, Maurice Denis, comentó que Degas padecía coriorretinitis, un nombre que hoy en día se reserva para las inflamaciones intraoculares de origen infeccioso, pero que en ese entonces abarcaba una gama más amplia de patologías.

Esta condición lo condujo a una progresiva pérdida en la definición de las líneas, con trazos más groseros e imprecisos. Con los años, confió más en su tacto para discernir las formas y se volcó a la escultura, con excelentes resultados. Confiaba tanto en su percepción táctil que durante una exposición de su bien amado Ingres, del que poseía varios cuadros, en su colección personal, Degas pasaba sus manos sobre la pintura diciendo: "Yo puedo encontrar algo en estos cuadros que conozco".

Cuando Edgar Degas expuso La pequeña bailarina de catorce años en su forma original, es decir, de cera, con cabellos de crin de caballo y un tutú de seda, durante la Exposición de Impresionistas en 1881, se desató un escándalo. No fue un debate artístico, la obra, para los cánones de la época, era bastante conservadora. ¿Cuál fue el problema, entonces? Una discusión médica-antropológica sobre el cráneo de la bailarina.

Eran los tiempos de Cesare Lombroso, Alphonse Bertillon y sir Francis Galton, que creían haber encontrado los secretos de la psiquis en los accidentes óseos de la cabeza, error de apreciación que ocasionó un sinnúmero de injusticias y desastres, como toda vez que se poseen conocimientos superficiales sobre la naturaleza humana. Pues resulta que el cráneo de la pequeña bailarina reunía todos los estigmas degenerativos propuestos por Lombroso.

La modelo de esta obra era la jovencita Marie van Goethem, hija de una planchadora (como Nana, la heroína de Émile Zola). Marie terminó sus días como alternadora en los cabarets del barrio Pigalle, en París, tal como Degas preanunció en esta escultura que hoy consagramos como la culminación de la inocencia.

infobae

La pequeña bailarina, Edgar Degas

infobae

Bocetos de la pequeña bailarina, Edgar Degas

Degas habitaba un importante petit hôtel, entre cuadros, dibujos, sillas, modelos y caballetes, en un desorden bañado por el polvo, que su tiránica ama de llaves, Zoe, se encargaba de desplazar de un lado al otro con su plumero. Nunca se le conoció pareja, mujer o siquiera una aventura, aunque su vida haya transcurrido en un medio extremadamente liberal. Su amistad con la pintora norteamericana Mary Cassatt fue lo más parecido a un romance platónico. Ella también debió dejar la pintura por problemas visuales.

infobae

Mary Cassatt, Edgar Degas

Al igual que las bailarinas de sus cuadros, las mujeres que desnudaba Edgar Degas eran anónimas. Sabemos que Suzanne Valadon, la célebre artista y madre de Maurice Utrillo, entre otras, posó para el pintor, pero sus modelos no tienen rasgos característicos, no hay forma de individualizarlas, sus desnudos suelen ser de espalda y generalmente mientras se bañan o acicalan. Sin rostro, sólo son color y forma. A diferencia de los demás impresionistas, a quienes les encantaba mostrar a las mujeres disfrutando de la vida, paseando o en el teatro, Degas, un misógino empedernido, siempre las muestra trabajando, bailando, planchando o desnudas mientras se bañan. "Eso es lo que odian de mí, se sienten desarmadas, yo las despojo de su coquetería, las muestro acicalándose en estado animal", afirmaba Degas.

¿Un admirador incondicional de las mujeres que solamente sabía expresar sus sentimientos a través de sus pinceles, ocultando su aprecio tras estas palabras llenas de cinismo? Lo cierto es que las mujeres, de una forma u otra, fueron el tema central de la obra de Degas, un pintor genial, misógino y voyerista (curiosamente, un voyerista que se quejaba de su visión).

Al morir, sus sobrinos decidieron quemar 200 obras secretas de su tío, de alto contenido erótico, casi pornográficas.

infobae

El mismo motivo pintado a lo largo de casi veinte años. La delicadeza de los trazos se va perdiendo y convirtiendo en pinceladas más gruesas. Los colores claros se van haciendo más intensos y se vuelven al rojo. ¿Cambio de estilo o trastornos visuales? ¿Evolución o deterioro?

Como todo enfermo crónico, encontró en su enfermedad un beneficio secundario a su afección, una excusa que le permitía escabullirse de situaciones que le resultaban odiosas o particularmente molestas. Cuentan que durante una cena se tocó el espinoso tema del caso Dreyfuss, el capitán acusado de espionaje, que dividió a la sociedad francesa por más de diez años y terminó con el memorable J'accuse de Zola. Cuando las palabras se volvieron ríspidas, Degas comenzó a quejarse de sus ojos, del dolor en sus ojos, que se acentuó al extremo de que este pintor, casi ciego, sacó su reloj de bolsillo y exclamó: "Qué tarde se ha hecho, son las nueve y treinta y cinco", y sin más partió, sin despedirse, para ir a una casa vacía en la que solo sus bailarinas de colores lo esperaban.

infobae

Degas y su ama de llaves, Madame Zoe

El autor es médico oftalmólogo argentino, investigador de Historia y Arte. Es director de Olmo Ediciones.