DÍA DEL LIBRO

Lea las historias ganadoras

“Zaragoza connection”. Autora, Laura Bordonaba Plou


Siempre he creído que las ciudades atravesadas por ríos sufren de un eterno mal, el de la tristeza. Es como si la ciudad, abierta en canal, se quejase de esa disección que la parte en dos, que la divide y aísla sus dos brazos, como un cuerpo sometido a una estricta sesión de anatomía forense. Es así como siento a Zaragoza, y es así como me siento ahora, diseccionada en dos, mientras atravieso a pie el puente de Piedra, bendecido con una belleza inaudita que creo que solo toca en el hombro al que es capaz de mirar con ojos de niño, o de ver con los ojos cerrados.

La primera vez que me di cuenta de que el río me llenaba de nostalgia fue en un viaje a Budapest. Yo tenía 25 años, y viajaba con Leandro, mi eterno novio. Si lo llamo eterno novio es debido a que Leandro y yo parecíamos conocernos desde siempre. De hecho, habíamos jugado a médicos y enfermeras en la casa de sus padres, así que la primera vez que nos acostamos juntos no tuve más remedio que imaginar que era un total desconocido para evitar recordarlo tendido en el suelo de aquella alfombra persa que su madre se empeñaba en colocar en cuarto infantil abarrotado hasta los topes por los libros de su padre, catedrático de Medicina. Pero como os contaba, viajé a Budapest con Leandro, y allí, contemplando el Danubio en el puente de Isabel, solté mi mano de la suya, en un necesario acto de soledad escogida. Y fue allí también cuando supe que no regresaría con él.

Leandro no entendió nada de todo lo ocurrido aquellos días. Pero es que Leandro, mi buen Leandro, es un hombre práctico donde los haya. Así que le resulta incomprensible que una persona pueda quedar transtornada por una ciudad, por una emoción, o por la simple visión de una persona. Pero a mí me pasó. Acababa de acabar la carrera, estaba buscando trabajo, y aquellas vacaciones eran un descanso merecido antes de incorporarnos a la vida profesional que nos esperaba. No entiendo por qué Budapest me pareció una opción tan buena como cualquier otra. Años después, sé que fue por su semejanza con Zaragoza. Era como una Zaragoza nueva, renacida, y alejada de Leandro, de Leandro y su estetoscopio de juguete y de todo lo que supuestamente debía ser mi vida.

Leandro volvió sin mí, y yo me quedé en Budapest, donde logré encontrar trabajo como profesora de español en un colegio privado, gracias a mi carrera de psicopedagogía. Creo que fui tan feliz como a veces desgraciada, y me sentí sola, y a veces, innecesariamente acompañada. El río y yo fuimos pareja de hecho hasta hace apenas unos meses, cuando recibí la invitación de boda de Leandro. No me sorprendió que se casase con Claudia, ni tampoco que fuese enfermera. Porque Claudia, en la foto de los dos que él me enviaba, se parecía sospechosamente a mí.

El día de su boda, les deseé toda la felicidad del mundo. Y cuando al día siguiente, paseando por el puente de Piedra, un fuerte cierzo comenzó a soplar, supe que era mi canción de bienvenida particular. Y juraría que hasta vi rugir a un León.

 

“Las Vegas”. Autora, Delia Sagaste Abadía



Bourbon con jamón

En la mochila había guardado: parte de los ahorros escondidos de su abuela; tres braguicas limpias, una de ellas tanga; un vestidito de flores; el mp3; una caja de condones; la petaca que fuera de su padre llena de bourbon, bebida que se le antojaba apropiada para la huída; y tres sobres de jamón al vacío. Para cuando el autobús dejó atrás el desierto, ya había devorado la mitad. Un hombre de aspecto triste la miró con ojos húmedos desde la parada.

Fichas

Boda rápida. Aceptamos. Nos ofrecieron música de Andrea Boccelli. Aceptamos. Nos ofrecieron una botella de cava catalán. Aceptamos. Nos ofrecieron un tul bordado para mi cabeza. Aceptamos. Nos pidieron prometernos amor eterno. Aceptamos. Pagamos con fichas azules, verdes y rojas. Nunca he vuelto a verle. Nunca le quise tanto.

No va más

Se giró para mirar las luces del casino por última vez. Los neones le arrojaron un ramillete de guiños de despedida. Ahora sí que lo había perdido todo. No habría ortodoncia para Jessica. Ni Mercedes para él. Encendió el móvil para comprobar si había alguna llamada perdida de su ex mujer y se sentó en la marquesina. Pensó en los antiguos Jardines de Babilonia, surgidos en medio del desierto, y en si era posible trepar hasta el borde de un vórtice desde su fondo. El próximo autobús para Zaragoza salía en 14 minutos.

“El hueso de Mezalocha”, Autora, Pilar Ramírez


Dicen que un 10 de febrero del año 2005 apareció un hueso; cubierto por la tierra y el olvido. Dicen que el hueso tenía forma de fémur.

A éste le siguió una tibia, después un

cráneo y una mandíbula con las caries

todavía temblando.

La tierra fue abriéndose ante la incesante

labor de la pala y lo que comenzó siendo

uno, se convirtió en un entramado de seres

humanos.

Seres que emergían con energía suficiente

del destierro al que aquel yugo con flechas

les llevo, para acompañar a la muerte.

Todo el mundo lo sabía; quiénes eran,

dónde estaban y sin embargo no tenían

nombre ni patria.

Fue la dinamita de la cantera quien los

descubrió y la desfachatez de algunos

quienes los devolvió a una fosa, más

profunda y oscura que aquélla que, entonces,

cumplía setenta años.

“El cajero estrellado”, Autora: Isabel Soria de Irisarri



Llevaban años yendo a las estrellas juntos. Cuando eran más jóvenes se habían aficionado a ponerles nombre y a inventarse lugares y acontecimientos históricos que habían tenido lugar en ellas.

Imaginaban que todas las noches viajaban a una de ellas y hacían un viaje. Generalmente eran estrellas con playa porque a ella le gustaba mucho el mar a pesar de que había nacido en un pueblo manchego. Cada vez que viajaban a la playa, a ella le gustaba dar un paseo por el mar y coger un barco e irse juntos a una isla. Buceaban los tres juntos aunque Canelo tenía miedo al agua -Canelo, un perro con el que compartieron todos los viajes y que tenían como si fuera un hijo- y veían las maravillas de la naturaleza que no podían ver sobre la tierra. Y así, se quedaban los tres dormidos.

Aunque hubieran podido elegir miles de destinos, les gustaba el mar, los planetas isla o los planetas playa, pues siempre hacía mejor tiempo, aunque también en alguna ocasión fueron a planetas con lagos, sobre todo por Canelo, que parecía ser más feliz allí.

Cómo llegar a cada estrella era cosa de Marcelo, Conchita le dejaba elegir el medio locomotor, pues sabía que le gustaba: iban en camello, en búfalo, en coche de carreras o volaban como pájaros.

Una de sus distracciones favoritas era asomarse a los escaparates de las tiendas de viajes durante el día y recordar que ya habían estado ahí.

Pero hacía tiempo que ya no podían viajar a las estrellas. Conchita no las veía: había perdido la vista. Qué pena que aquellos ojos tan bonitos, que habían sido el faro de todos los viajes nocturnos, se hubieran apagado tan pronto.

Llevaban treinta años haciendo viajes y, pese a ello, todavía no habían recorrido ni una pequeña parte de la galaxia. No obstante, Marcelo le explicaba que cuando acabaran de conocer todos los lugares de la Vía Láctea, irían a otras galaxias. Y ella le decía que no, que resultaba agotador ir noche tras noche a cada punto de luz que tachonaba el firmamento para no ver nada. Y que, por favor, no la dejara sola en medio de la noche, que siempre le había dado mucho miedo.

Un problema económico les había dejado en la calle, donde venían residiendo desde hacía treinta años. El primer día, Conchita tuvo miedo de la oscuridad y Marcelo se inventó lo de los viajes para entretenerla y así fue noche tras noche durante tres décadas. Todavía no había cajeros automáticos por aquel entonces, por ello vivieron debajo del puente, en bancos, en el parque o en algún portal. Anduvieron por varias ciudades, él buscó trabajo y ella también pero no tuvieron suerte y tampoco ella les encontró a ellos. No tenían hijos, pero adoptaron a Canelo. Marcelo presumía que no era un hombre de mundo, sino de galaxia y ella se sentía muy orgullosa de él. ¡Soy la mujer de un hombre de galaxia!

Pero la diabetes se había llevado los ojos de Conchita y ya no quería viajar. Ya no disfrutaba de la noche, puesto que se había afincado en ella. Un día, de esto hace tres años, Marcelo encontró la Gran Enciclopedia Aragonesa. En el cajero en el que viven hay poca luz, pero cuando la ciudad se duerme pueden leer gracias a los faros de los coches.

Ahora todas las noches le lee un artículo de un lugar de Aragón, de un pueblo, de un valle, para que de alguna forma sigan viajando por el mundo. Ella se queda dormida. Después, sin que ella se entere y sigilosamente, Marcelo sigue imaginando que viajan a otras estrellas y galaxias donde nadie ha llegado todavía. Pero lo que Conchita no sabe es que ella sigue siendo su compañera de viaje, por eso, cada día ella está más cansada y le cuesta más levantarse.

“Azafrán”, Autora: Mireia Clavero Laguna


“Centinelas de piedra guardando la villa. Montañas rodenas salpicadas por pinceladas verdes y marrones. El sol picando entre los huecos de la sombra. Y su coche avanzando por la carretera estrecha, igual que una cremallera que atraviesa el monte. Parecía una luz cruzando el paisaje, la luz que le comía la pintura azul del coche. No recorría esos caminos desde hacía años y ni ella misma sabía por qué volvía ahí, a ese lugar de noches congeladas. Cuando por fin alcanzó la villa, sintió como si años de historia se agolparan entre aquellas calles disfrazadas de abandono y, aunque odiaba aquella expresión tan de ciudad, no pudo evitar pensar que todo estaba envuelto de un fuerte olor a pueblo. La vieja casa familiar seguía tan fría como siempre. Las paredes encaladas estaban húmedas y la leña, enmohecida y agolpada en un rincón de la sala, había consumido su olor a bosque. El abandono se había convertido en una masa viscosa y pestilente, igual que toda la aldea. Las polillas habían devorado las sábanas de la abuela y el polvo cubría cada mueble y cada esquina con una capa nívea y gélida. Este debe ser el olor de los fantasmas, pensó.

Abrió todas las ventanas y las puertas. El viento requemado entraba despacio, acunando los umbrales y preñando las cortinas. La masa de soledad se fue marchando. Poco a poco, todo volvió a llenarse de olor a azafrán tatuado en las paredes, en el suelo, en los muebles, en su memoria. Recordó las mesas y el suelo cubiertos de esa hojarasca suave y morada, aquellas flores amputadas, arrancadas de valiosos hilos rojos. Casi sentía a su abuela preparando chocolate y café con leche, casi la veía lamiendo la cuchara dulce, casi la tocaba mientras enlazaba su delantal. Todavía se llenaba de las risas y chismorreos de los agolpados en la sala avioletada. Y recordó el humo saliendo del cachumbo, llenando el aire del pueblo con los restos de "la rosa". Sus dedos amarillos pintados por las lengüetas. Y las manos, heridas y escarchadas, esbrinando con rapidez.

Limpió la mesa de la sala, la misma en la que hace años se reunían para la labor, y se sentó frente a un cuaderno puro. La hoja de la ventana golpeaba en la pared, sacudida por un viento viajero nacido en la sierra de Albarracín y que moría ahí, junto a ella, en esa casa convertida en mausoleo. Estaba paralizada frente a aquella hoja blanca que le comía los ojos desde hace meses. Meses sin musas, meses sin palabras. Tiempo yermo. Pero de pronto, una historia apareció entre el aire, manchado de su nicotina y tabaco quemado. Una historia de trabajo y comba, de nanas y campos, de chocolate y aguamiel, de manos heridas y escarchadas, de lunas redondas como hostias y frágiles como mimbre. Su viaje al recuerdo adquirió sentido. Una narradora invisible comenzó a dictarle esa historia, anhelada durante meses, de olor a café y sudor. La dibujó con tinta negra, mientras su abuela se la escribía en la mente con color y esencia de azafrán.

Sí, este debe ser el olor de tu fantasma, pensó ella.