Hace apenas algunos días, en nuestro tramo de siglo y de planeta, un hombre moreno y de pelo blanco, fue electo Rey temporal gracias a una sola promesa. Desparecer al terrible Palacio de la Corrupción y a los males que lo habitaban, la mentira, el robo y la traición.

Como es imposible desconocerlo, sucedió que apenas dos semanas después de ser electo, el héroe de la honradez y sus acólitos triunfantes, fueron acusados de Corrupción desde una alta torre del Palacio.

Sus acólitos, siempre obedientes y siempre leales al líder, de inmediato declararon su repudio a los acusadores en todos los medios posibles. No quedó uno solo rincón mediático ajeno a su indignación.

—Es una vil venganza de los palaciegos —advirtió uno.

—Los ladrones se resisten a la transformación de la Patria —dijo otra.

—¿Qué tantito es mentir un tantito? —dijo ofuscado un vigésimo quinto, y lo reiteró en las siguientes 52 líneas de un artículo que llenó dos planas del periódico adicto a la causa. —¿Es que acaso robar tantito es lo mismo que robar durante 200 años y a manos llenas?

—Los malditos han sembrado la desconfianza —dijo amenazadoramente un penúltimo.

Todas eran verdades, pero periféricas. Ninguna daba en el corazón sensible del asunto: el rey de la honradez parecía haber sido deshonesto. Y mientras más verdades periféricas proliferaban, menos era alguna creíble.

Lo peor era esto. Lo que convertía a cualquier estancia de la Patria en una estancia del Palacio de la Corrupción, era precisamente el maleficio de la desconfianza: una suerte de polvo delicadísimo y translúcido, invisible, que se pegaba a los muros y los sofás; y la acusación no solo había diseminado la desconfianza por los cuatro rumbos y había llegado a los lugares antes vírgenes, sino que germinaba ya, aprisa e invisible, por todos los muros y los sofás de cada rincón de la Patria.

La tarde del día siguiente a la acusación, cientos de periodistas se presentaron en la casona donde despachaba el paladín de la verdad e impacientes esperaron a que asomara al balcón e hiciera públicas sus determinaciones. Cuando apareció, bajo de estatura, su pelo blanco impecable, su rostro relajado, suspiraron emocionados e hicieron una pequeña reverencia.

—Lo que dicen es mentira— dijo él, y sonrió jovial. —Usted créanme y olvídense de lo demás. —Y les cerró un ojo.

Los periodistas movieron los ojos. Desconfiaron. Algunos también chasquearon la lengua contra los dientes. Y rápidamente se dispersaron para llamar a sus medios.

Apenas entonces se notó que entre ellos había estado la más conspicua periodista del reino. La Poniatowska le llamaban y era descendiente del último rey polaco, destronado hacía dos siglos. Usualmente vestida a la moda y de forma impecable, esa tarde iba vestida en pants para correr negros, tenía los cabellos blancos revueltos, los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado, y se quedó quieta en la acera desierta.

Desde hacía 18 años había confiado en la promesa del líder y había empeñado su prestigio cien veces para asegurar al reino que él era el llamado a destruir la mentira, el robo y la traición. Sufrió por ello calumnias y desdenes: se le llamó ilusa y cándida, y se dijo que era una enamorada incondicional de un demagogo. Ahora, lo dicho, estaba muy quieta en la calle vacía, sostenía su libreta de notas y en ella no había escrito ni una de las palabras del líder.

A la media noche, el líder bajó la escalera de la casona a la calle, en mangas de camisa, y subió al automóvil blanco que lo esperaba, y que partió por la avenida.

De pronto, tomó el espaldar del asiento del chofer y le preguntó dónde estaban.

—En Avenida Insurgentes, Andrés Manuel —le dijo el chofer.

Pero Andrés Manuel sintió desconfianza. La avenida le parecía ajena, los faros de luz parecían parpadear. Estaré cansado, pensó. Y cerró los ojos.

Cuando los reabrió vio por su ventanilla una placita iluminada por farolas coloniales.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó.

Pero el chofer no estaba para responderle. Inquieto, porque percibía que la enfermedad de la desconfianza ya había anidado también en su cuerpo, bajó del auto aparcado y una taquicardia se le desató en el pecho al notar en el centro de la placita a una figura.

Era la Poniatowska, sentada en una banca, en el cono de luz de una farola, todavía en pants negros y tenis, todavía con el pelo blanco revuelto, y con la libreta abierta en una hoja todavía en blanco. Andrés Manuel se sentó a su lado. La pobre miraba al suelo avergonzada.

—¿Qué pasó? —la saludó en voz baja. —¿Ya publicaste tú una maravillosa verdad para refutar a los corruptos?

La Poniatowska lo miró.

—No sé qué decirte… —le dijo. —Escuché todo y a todos, te escuché a ti, con mucho amor, pero entre tantas verdades, no conseguí  saber cuál es la verdad verdadera.

—Ah caray —dijo Andrés Manuel.

—Como decía el jardinero de mi casa —siguió ella—, yo sólo sé que no sé nada, y estoy muy triste porque todavía no destruyes el Palacio de la Corrupción y ya parecemos vivir dentro de él.

—Entiendo —repitió él, y se frotó las manos preocupado.

—Andrés Manuel —le dijo ella—, lo siento mucho, pero…

Alargó la mano y con la yema del dedo índice le recogió del pelo blanco una mota traslúcida. Era un grano de desconfianza.

Al amanecer del siguiente día, se habían disipado todas las dudas del presidente electo. Se sentía otra vez fuerte y decidido. Se lavó el cabello, mandó llamar de nueva vuelta al avispero de periodistas, salió al balcón de la casona donde despachaba, y con el cabello todavía húmedo, dijo:

—Amigos. Amigas. No tengo ninguna verdad que decirles. Como decía el jardinero de la casa de Elena Poniatowska, yo sólo sé que no sé nada, y estoy muy triste porque todavía no destruyo el Palacio de la Corrupción y ya parecemos todos vivir dentro de él.

Guardó silencio y ningún periodista movió los ojos, hasta que agregó:

—Por eso, para solucionar esto, vamos a recurrir a un método extranjero, de origen griego, me dicen, que consiste en cerrar los labios, averiguar exhaustivamente la realidad y después, no antes, decir la verdad.

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