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      La obrera millonaria

      Redacción Clarín

      “Mi responsable me dijo que yo tenía que proletarizarme. Porque yo le había comentado que quería meterme a monja del tercer mundo. Tal vez los Montoneros me hubieran alentado. Pero en el Partido eso no iba. Camilo Torres no era nuestro modelo. Eramos guevaristas, marxistas y ateos”, me dijo la señora.

      Me estaba contando su juventud en los años 70. Creo haber comentado alguna vez que cuando alguien me dice que con su vida se podría hacer una película, suelo desconfiar. Pero cuando una mujer me llama en su calidad de productora cinematográfica y me narra su propia vida en función de contratarme para escribir un guión, escucho con atención. Nos hallábamos en el barrio que yo he denominado de los Jardíntenientes; a la vuelta de lo que por entonces se llamaba ATC, junto a la embajada de un país africano. En las expensas y el pago del mayordomo, Etelvina debía gastar más que el PBI del país de la embajada.

      Etelvina debía tener cincuenta años cuando la escuché. Yo por entonces no había cumplido los cuarenta, y su edad me parecía remota. No obstante, podía distinguir entre las nieblas del tiempo la belleza primera que había recibido. “Lo consideraron una desviación pequeñoburguesa. Mi familia era muy católica. Eran dueños de grandes extensiones de tierra. Tal vez si hubiera entrado en la Teología de la Liberación, les hubiera resultado más comprensible. Pero que su hija se convirtiera en una obrera industrial… ¿por qué? Yo tampoco lo entendía muy bien. Era como jugar a la mancha estatua. O actuar. Ellos, los obreros, estaban ahí porque no les quedaba otra, trabajaban para vivir: a mí me resultaba apasionante ser obrera, como ser la protagonista de una telenovela. Entré a una fábrica de repuestos para autos. Mi responsable me dijo que no armara lío al principio, que no me metiera en la comisión directiva, hasta no formar un círculo de confianza. Pero todos mis compañeros de trabajo me querían voltear: con overol, con el pelo recogido, sin maquillar, igual me la querían dar. Todos los días, a todas horas. Las pocas conversaciones políticas que me permitía, terminaban invariablemente con una invitación a la cama. Mi responsable me advirtió que no rechazara de plano a los obreros más comprometidos, que si los avances sexuales servían para acercarlos al Partido, que no me sintiera obligada a decir que sí, pero que tampoco dijera que no. Finalmente un compañero obrero me terminó empomando”.

      “No era el peor de todos, pero tampoco lo hubiera elegido fuera de esas circunstancias. El problema fue que me dejó embarazada. Yo de aborto ni hablar. Porque monja será toda la desviación burguesa que quieras, pero el aborto ya era una exageración incluso para mí en ese momento. Tampoco podía dar a luz a un bastardo: mis padres no lo hubieran resistido. Así que me casé con el compañero obrero, en una iglesia humilde. Yo le había ocultado a mi familia, pero ahora no hubo más remedio. Por suerte sus padres vivían en el norte, él no tenía plata para mandarles el pasaje ni para mantenerlos acá; así que no hubo choque cultural.

      “A él tampoco le resultó muy divertido lo de casarse. Pronto comenzó a no volver de noche. Yo me hacía cargo del bebé. Ahora es un muchacho de treinta años que no me habla y me culpa de la mala relación con su padre, que ya falleció. ¿Pero cuánto le podés ocultar a tu marido que sos millonaria? Un día se enteró y me preguntó si yo era loca o pelotuda. Que cómo estábamos corriendo la coneja de esa manera si mis viejos nadaban en guita; que cómo le sacaba el pan de la boca a mi hijo. ¿Para qué? Todavía no había llegado el golpe, pero ya nos mataban como a moscas. Yo nunca me había preguntado las cosas de esa manera, como me las preguntó mi marido. En vez de contestarle, le dije que me quería separar. El dijo que para eso, necesitaba que yo le compre una casa, y una cantidad de dinero por mes. Mis padres aceptaron, a cambio de que yo dejara de militar. Cerré el trato. Creo que eso me salvó la vida. Muchos años después, me pregunté a quién le mejoramos la vida. ¿A quién? Yo empeoré mi vida, eso es seguro. ¿Pero a quién se la mejoré? Los villeros por los que supuestamente dábamos la vida nunca padecieron la tortura, las violaciones, o el rapto de los hijos, como muchos de mis compañeros. Tampoco nos habían pedido que diéramos la vida por ellos. Pero yo al menos le mejoré la vida a mi ex, el padre de mi hijo. Le compré una casa, le di una pensión, no tuvo que trabajar más. Nunca lo quise, pero al menos a alguien ayudé. ¿A vos te parece que se puede hacer una película con esto?”.

      Le dije que por supuesto. Pero mientras abandonaba aquellas pintorescas manzanas, buscando Agüero por Figueroa Alcorta, me dije que no me volvería a llamar. Sabía que mi protagonista se sentía cómoda como filántropa de los humildes o par de los aristócratas, pero nunca se encontraría a gusto con un discreto integrante de la clase media trabajadora.


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