| julio 2020, Por Mónica Parra

La importancia de los balcones y las azoteas en la cuarentena argentina

He vivido dos años y medio en Buenos Aires y ahora estoy por volver a México. Si el 20 de marzo me hubieran dicho esto no lo creería. Pero aquí estoy: despidiéndome, encerrada en un séptimo piso en el barrio de Monserrat.
 
Llegué a este departamento en noviembre del año pasado cuando después de un año y medio de desempleo pasé a tener tres laburos, 6 días a la semana, 9 horas al día. Antes viví en Boedo, en un “PH” (Propiedad Horizontal), compartiendo casa con otras 8 personas. Mudarme sola era cambio radical. “¡Qué paz tendré al fin!” pensaba yo.
 
El edificio en el que estoy ahora tiene muchos años y se notan: cuando me mudé estaban arreglando las instalaciones eléctricas del ascensor y de la bomba de agua. Pasé un mes sin luz ni agua, cargando por escalera dos bidones con agua que llenaba con una manguera que había en el segundo piso todos los días. Me ahorré la suscripción al gym, al menos. 
 
Cuando por fin conectaron todo de vuelta, pude hacer la mudanza de mis muebles, compré en Mercado Libre un futón usado muy hermoso y muy barato que días después me llenaría la casa de chinches. Sí, esas que se meten en tu cama y te llenan las piernas de picaduras cuando estás durmiendo (o intentándolo). Quienes las han tenido saben que son, literalmente, una pesadilla.
 
Era completamente inhabitable el departamento entero. Las muy desgraciadas habían encontrado la forma de meterse en todas las rendijas de los 34 metros cuadrados del piso antiguo de parquet. Me tomó un mes y medio y miles de pesos exterminarlas entre venenos, cama y colchón nuevos, tandas de lavandería, productos de limpieza, fumigaciones y vino, mucho vino.
 
Para principios de febrero ya estaba haciendo rituales de limpieza física y energética, pidiendo permiso a los espíritus para habitar esta casa en paz. Marzo empezó en relativa paz, parecía estar en un hogar vivible. Me quedaba un solo laburo pero estaba bueno: en una empresa de tours en bicicleta por la ciudad. Estaba orgullosa de la estabilidad que había llegado a conseguir después de dos años de ires y  venires.
 
Después vino lo que ya todos sabemos: el COVID-19, la pandemia, la cuarentena, el distanciamiento social. “¿Querías disfrutar de tu casa? ¡Tomá!”. Y es así como, en el encierro, desempolvé mi cámara con su enorme zoom y me volví la chismosa del barrio. Miré desde el balcón a mis vecinos disfrutar el fin del verano, pasar el otoño entero en casa y cerrar las persianas con la llegada del invierno. Desde usar la pelopincho hasta guardarla en su caja y llegar a olvidarla por completo.
 
Aprendí cosas. Como que los porteños siempre buscan el sol y harán lo que sea necesario para robarle aunque sea un rayito al día. O que el asado del fin de semana no se negocia, igual que el matecito a la tarde. Entendí el colgar y descolgar la ropa como ritual, el barrer como meditación, el tejer como terapia, el leer como escape, el ejercitarse como distensión, el bailar como liberación y el hacer música como un nuevo reto. Y todo lo que vi en mis vecinos, lo encontré en mí también.
 
Así que de cierto modo, considero esta serie como una compilación de autorretratos interpretados por ellos. Mientras sacaba estas fotos la estabilidad se diluía al compás del coronavirus. Al principio, cuando empezaba a considerar la posibilidad de volver a México, me decía a mí misma que no podía ser que después de tanto trabajo que me costó llegar a este momento, se fuera todo tan de repente. Pero al poco tiempo entendí que si las crisis, las chinches y todo el caos que vino antes tuvo que pasar para que yo pudiera atravesar una epidemia a nivel mundial encerrada en un departamento hermoso, conmigo misma y en paz, entonces me doy por bien servida.
 
Me voy de Buenos Aires agradecida por el barrio en el que me tocó vivir y este es mi regalo de despedida. Y si a alguno le parezco una metiche, depravada, violadora de la intimidad ajena, ya no sabrá dónde encontrarme. Me fui.

 

 

 

 

 

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