VENEZUELA: DE LA MOMIA DEL MARXISMO AL REALISMO ÉTICO


Vivimos sorteando el vernos atrapados entre el relativismo y la ideología, la primera para creer que cualquier derrotero es válido, la segunda para justificar la toma del poder.

Habría que tener en cuenta que, si uno aborda ciertos temas desde la fe, cualquier apariencia de utopía o de identificación de un proyecto con el Reino de Dios, es quimérica. Todo proyecto gozará de un estatuto propio de lo provisional, hasta que aparezca algo realmente mejor, en el sentido más práctico del caso. La plenitud queda reservada para la vida eterna.

Igualmente habría que tener en cuenta que la vida en sociedad (y más si esa sociedad tiene altas densidades poblacionales por kilómetro cuadrado) es proclive a la tensión. Entiendo por tensión no la situación desgastante que está al borde de precipicios sociales, sino la tensión básica de que confluyan intereses diversos y hasta contrapuestos, propuestas variadas, ocasionalmente visiones antagónicas, además de ese residuo que el cristianismo llama “hombre viejo” (cf. Col 3,9), que no es otra cosa que la lógica del pecado, de la soberbia y egoísmo, que habitan en el fondo del ser humano. Añádase a esto la oportunidad de convertirse o resistir a la conversión, los comportamientos delictivos y las patologías de cualquier tipo, principalmente las que tienen que ver con la salud mental. Súmase a esto las diferencias económicas e injusticia, los problemas de miseria (con sus explicaciones y acusaciones) y de pobreza, diferente según evolucionen (o involucionen las sociedades).


Como se asoma, una complejidad mucho mayor que la retratada por Marx en su lucha de clases, a quien le tengo respeto y, en ocasiones, hasta aprecio, pero que me niego a que la sombra de su momia siga rebasando los albores del siglo XXI, cubriendo mi camino, como si en vez de pensador decimonónico hubiese sido un iluminado medieval o un profeta veterotestamentario, por lo cual sus predicciones son ciertas, aunque no se entiendan, con la misma exactitud que las profecías de la gran pirámide o Nostradamus.

Conviene traer a colación algunas de las intuiciones sugeridas por el no suficientemente valorado Benedicto XVI en la carta encíclica  Caritas in veritatis (CIV - El amor de caridad, o sea, de donación, en la verdad, 2009) y otros escritos.

Lo primero es la necesaria solidaridad que debe tener todo el cuerpo social, lo que se llama cohesión, con el riesgo de crear absurdas desestabilizaciones si ocurren fracturas y fragmentaciones (cf. CIV 32). Esto implica la preocupación por los últimos, que en algunas sociedades pudieran ser los pobres y, en otras, desde los enfermos incapacitados, las personas especiales, minorías, ancianos o abortos e infanticidios. Es decir, cualquier propuesta de aplicar profilaxis social o eugenesia, como salpicaba de manera nocturna sobre algunas ciudades latinoamericanas, además de crimen aberrante no es solución alguna.

Otra de las ideas hacia donde apunta la encíclica es reforzar la importancia de la ética, es decir, la responsabilidad personal en el ámbito de lo social y económico (cfr. CIV 21; 37). Contrario a lo que pretende el marxismo, que cambiando las estructuras cambia el ser humano, o a un control asfixiante multiplicando leyes e instituciones (cf. CIV 11; 17), siempre queda el espacio incontrolado de la conciencia humana, donde nada consigue penetrar sino Dios, para quedar Dios y la persona. En esta conciencia resuena la voz que dice “haz el bien y evita el mal”. Si no se toma en cuenta este espacio microinfinito del ser humano, cualquier propuesta de cambio alcanzará solo el estatus de experimento social.

Finalmente el teólogo alemán devenido en Papa marca distancia contra el ingenuo optimismo de la marcha de la historia. Lo dice en escritos elaborados en su profesión de teólogo. Pues a partir de argumentos inspirados por el sentido bíblico de la historia, pero enrevesados con el devenir dialéctico de Hegel, el materialismo histórico de Marx y el sentido de la evolución no solo en Darwin sino en Teilhard de Chardin, teólogos de la talla de Metz y Rahner junto con otros enrolados en la teología de la liberación, contemplan la historia como historia de la salvación, de liberación, que asciende de manera progresiva hacia una plenitud. El papa Ratzinger se distancia de este optimismo determinista, con objeciones no solo teóricas sino también experienciales: la atrocidad de 2 guerras mundiales tienen como epicentro los países con mayor desarrollo cultural, desde todo punto de vista. El riesgo de la monstruosidad está siempre a la puerta de una historia marcada por la libertad, tanto para el bien como para el mal, para lo sublime o lo nauseabundo (Teoría de los principios teológicos, 187-204).


El legítimo esfuerzo de construir una sociedad mejor no equivale a la consulta de los astros. Es realmente el esfuerzo de los ciudadanos que maduran una serie de convicciones, las cuales marcarán la forma de ser y convivir (cultura) como sociedad, y que se traducen en el presente por la articulación de una serie de estrategias para conseguirlo, prefiriendo unas estrategias antes que otras e incorporando al contrario, que no puede ser nunca enemigo, en una propuesta común. El debate, que es distinto a la descalificación, debe estar presente, de manera fecunda, a lo largo de la vida de una nación. Se parte de lo provisorio de cualquier propuesta, de las resistencias al cambio por miedo, intereses sean particulares y cuestionables, u otros puntos de vista incluso contrarios. Sin embargo la necesidad de reflexión es ineludible ante la inventiva irresponsable que utiliza de talismán a la momia de Marx, como si pudiese ser secuaz de oscuros intereses.

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