Lorenzo Sentenac Merchán
Lunes, 23 de Enero de 2017

Lluvia radiactiva

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Lástima que hayamos perdido el sentido crítico, y que a estas alturas del fin de la historia nos conformemos con mitos y cavernas.
Quizás sea una forma de unir el fin con el principio, la infancia con la vejez, y de confundir –una vez más- el regreso con el progreso.



Sólo así se explica lo fácil que es convencernos de que un monigote tiene vida propia, y que las sombras se corresponden con la realidad.



Una vez que empieza la farsa, nos la tragamos entera. Y hoy el monigote y epílogo de la farsa se llama Trump.



No estaría mal que aparte de hacernos cruces sobre lo horrible de ese suceso llamado Donald Trump, nos preguntáramos por la cadena de hechos que lleva a ese suceso.
Sobre todo porque no es un fenómeno aislado, sino uno más de una pléyade que como hongos proliferan después de una lluvia radiactiva, y que con ser venenosos, tampoco la lluvia de la que brotan es inocua ni inocente.



Así que quizás el problema no es Donald Trump, sino la lluvia radiactiva. Esa es la cuestión.



Hemos vivido una época de extrema relajación crítica, acunados por el sueño de una sola fe y la comodidad de una única alternativa.
Así es fácil que las ideas (aunque sean falsas) se trasformen ipso facto en actos ejecutivos, los dogmas en mandatos indiscutidos, los mitos en marcos jurídicos (desregulados, como exige la fe), y los catecismos en modelo de constituciones manipuladas.



Nostálgicos del imperio, nuestra solución es tan cierta que ha de globalizarse, entregados al ejercicio voluntario y totalitario de la pura ficción. Flatus vocis. Puro viento.



Luego viene la resaca y las consecuencias de la ebriedad, las estadísticas y los registradores de hechos concretos, consumados y palpables (los últimos científicos), y levantan acta del cadáver.


Hoy, en el Occidente posdemócrata, el enemigo público número uno, sin más argumento -aunque suficiente- que los hechos, debería ser el neoliberalismo y la fe ciega en Milton Friedman, pero por arte de birlibirloque, y en definitiva, por necesidades de liturgia formal y coherencia dogmática, lo es su principal vástago, el populismo, un ente redivivo surgido de la niebla.



Fantasma que recorre Europa (cuyos caminos conoce y fueron trazados por el fascismo) y que tiene la enorme ventaja de que sugiere la palabra "pueblo".
Irreemplazable oportunidad para desacreditar todo lo que con ella tenga que ver. Por ejemplo, la democracia. Demasiado vulgar y arcaica para el progreso en ciernes.



Así no puede ni debe establecerse ninguna comparación posible entre "democracia popular" y "democracia liberal". Obvio. Los buenos siempre dirán democracia "liberal". No es complicado y se le coge rápido el tranquillo.
En cualquier caso, vuelve de manos del neoliberalismo y sus monaguillos, el gusto por poner apellido a la democracia. Vieja y no muy sana costumbre, tanto que casi podemos calificarla de vicio ancestral.



Miguel Delibes, que solía unir en sus discursos las palabras justicia y libertad como binomio inseparable, y que se ilusionó con el intento de la primavera de Praga de Alexander Dubcek y su socialismo de rostro humano, tanto como con el intento, de este otro lado, de Salvador Allende, ambos agostados por la fuerza bruta, ya advirtió que cuando se ponía apellido a la democracia ("orgánica", "popular", "liberal") podíamos asegurar que estaba en camino de no serlo.
El fracaso de esos dos intentos, fue causa de pesadumbre para nuestro gran literato.



Cuando nos acostumbramos a confundir -por falta de rigor científico- las consecuencias con las causas, acabamos confundiendo los monigotes con los artistas en la sombra.
Cierto que los monigotes se pueden despendolar, y con sus cachiporras virtuales causar chichones muy reales, pero una cosa es el muñeco y otra la trama que subyace. Una cosa es el efecto y otra la causa.



Aquello, la libertad desregulada para explotar y masacrar seres humanos, es el catecismo, la fe que interviene constituciones y mueve gobiernos. La religión impuesta por la fuerza bruta.
Esto otro, la desigualdad creciente, los éxodos masivos, la pobreza infantil, los niños desplazados que viajan solos hasta que se les pierde la pista, la xenofobia, el emigrante o desplazado por una guerra como chivo expiatorio, el precariado o la esclavitud laboral, el fascismo que resurge, son los hechos.



Cualquiera con espíritu científico, habría echado ya la cuenta de la vieja.



Hay quien dijo que este "nuevo liberalismo", este cántico gótico a una trucada libertad (sin reglas para unos pocos), conducía a un nuevo feudalismo. Casualmente hoy proliferan señores feudales y señores de la guerra, castillos y muros, éxodos y alambradas, feudos y nuevos vasallos.



Cuando nos cansemos de disparar al monigote, cuando despertemos y nos atrevamos a mirar a la realidad de frente, las cuerdas que nos atan y nos mueven (a nosotros y a nuestros gobiernos) seguirán ahí.



Pero esto no es una fatalidad. Todavía depende de nosotros. Aún estamos a tiempo.

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