La Provincia - Diario de Las Palmas

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ARTE

Dore Ashton entra en la Historia

Comisaria de 'À rebours', una muestra emblemática de los comienzos del CAAM, me unió a ella una gran amistad y siempre compartí su mirada transversal sobre el Arte

Con profundo pesar, he recibido la noticia de la muerte de Dore Ashton, el pasado 31 de enero, en su legendaria casa neoyorquina del East Village, que acogió, durante décadas, a destacados intelectuales y artistas contemporáneos, dos facetas que ella consideraba inseparables. La conocí a comienzos de los años sesenta, durante mi residencia en Nueva York, y desde entonces nos ha unido una estrecha amistad. Recuerdo que mis primeras noticias sobre ella fueron a raíz de mi exposición en Washington, en la Gress Gallery, dirigida por Beatrice Perry, quien sería siempre mi gran valedora en Nueva York.

Desde muy pronto, encontré en Dore Ashton una gran receptividad y empatía, y a una profesional, sobre todo, muy rigurosa e independiente en sus criterios sobre arte. Estaba dotada, además, de una curiosidad especial, un interés transversal, que la hacía definirse como una amateur, e, incluso, "turista de las artes". No es ninguna exageración señalar que Dore Ashton ha sido uno de los pilares ineludibles de la historia, la teoría y la crítica de arte de la segunda mitad del siglo XX; y lo es, incluso, para el ámbito hispano, del que se ocupó con devoción, además de tener cierto conocimiento del castellano.

Autora de más de 30 volúmenes sobre arte, doctora por la Universidad de Harvard y catedrática de Historia del Arte en la Cooper Union de Nueva York, además de docente de la Universidad de Yale, cuando la conocí era ya toda una institución en el ámbito artístico, pese a su relativa juventud. Musa y amiga de los grandes representantes del Expresionismo Abstracto, de la célebre New York School -que aglutinaba a artistas emblemáticos, como Rothko, Philip Guston, De Kooning o Pollock-, ejercía la crítica de arte en The New York Times. Lo primero que me llamó la atención es, como digo, la transversalidad de su mirada; su peculiar manera de concebir las artes plásticas coincidía con lo que, para mí mismo, personalmente, sigue siendo una necesidad ineludible: la visión integral e integradora de las diversas artes. En su libro Una fábula del arte moderno, por ejemplo, un título con el que homenajea expresamente a Balzac, coteja las artes plásticas con la música y la poesía, como si fueran caras de un mismo poliedro irreductible. Ahí dialogan, por ejemplo, Rilke con Picasso y Cezanne, o, profundizando aún más, muestra lo indisociable de la obra de Arnold Schönberg como compositor, teórico de la música y pintor. Lo dijo siempre con una claridad meridiana: "Yo creo que todas las artes proceden de las mismas fuentes. Unos pintan, otros escriben y otros componen música, pero las fuentes son las mismas".

Ashton dedicó generosas y sutiles páginas al estudio del arte contemporáneo español, en un arco temporal tan dilatado como el que va, por ejemplo, desde Picasso a Barceló. En un principio, la motivó, tal vez, el manifiesto influjo que reconocían algunos de los expresionistas de la Escuela de Nueva York de la obra de españoles, especialmente la del propio Picasso o la de Joan Miró. Pero lo cierto es que dedicó una atención impagable a algunos de los miembros del Grupo El Paso, como Manolo Millares, Saura o a mí mismo, y del movimiento Dau al Set, especialmente Tàpies. También sentía predilección por algunos escritores y pensadores españoles, como Baltasar Gracián o Antonio Machado, de los que solía incluir citas en sus estudios sobre nuestras obras. Recuerdo que hablábamos, sobre todo, de nuestra común admiración hacia el pensamiento de José Ortega y Gasset. Ella consideraba La deshumanización del arte uno de sus libros de cabecera, y le daba a la célebre sentencia "yo soy yo y mis circunstancias" un sentido muy singular, aplicado al universo de los artistas. "Mis circunstancias" eran, justamente, según su interpretación, el contexto cultural, literario, filosófico, ideológico y hasta psicológico y afectivo del que se nutre el artista. Recuerdo que asintió, entusiasmada, cuando le trasladé una idea de Ortega que a mí me quedó grabada en mi juventud, y que ha constituido un lema cada vez que me he enfrentado a un nuevo proyecto escultórico: Es la obra de arte la que busca al artista, y no a la inversa. Cuando creamos algo, ya sea en música, poesía o en cualquier arte plástica, sucede que ese motivo estaba aguardando por nosotros. Somos creados, en realidad, por nuestras propias creaciones...

Por supuesto, ella leía críticamente al filósofo, combatiendo su desalentadora conclusión de que el arte estaría necesariamente "condenado a la ironía". Ashton objetaba, a este respecto, que, aunque es cierto que en la posguerra proliferaron los artistas víctimas de la erosión espiritual de la ironía, también hubo otros que escaparon a esa sombría perspectiva, y adoptaron una actitud positiva en la tradición de los inicios de la modernidad. Particularmente, siempre me interesó esa visión del arte como resistencia que ella promulgaba, frente a las rupturas gratuitas y modas espurias. Creo que estaba imbuida por lo que su íntimo amigo Octavio Paz llamó "la tradición de la ruptura", una adscripción que comparto plenamente.

Cuando tuve ocasión de tratarla de un modo mucho más próximo y continuado, fue en Las Palmas, a finales de los años 90. Tras el éxito que había constituido la exposición inaugural del CAAM, Surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo -que contó, incluso, con la presencia de Maud Westerdal y de Elisa Breton, la viuda del fundador del Movimiento Surrealista-, otra de las muestras emblemáticas fue À rebours (a contrapelo). La rebelión informalista, 1939-1968, que le ofrecimos comisariar, justamente, a la persona más indicada para ello, la gran especialista en los expresionistas abstractos de Nueva York: Dore Ashton. Fue todo un lujo que ella aceptara nuestra invitación, y que llevara a cabo una exposición, sin duda, ambiciosa, que abarcaba un centenar de obras de más de setenta artistas. Y su factura fue tan trascendente, que, unos meses después de su inauguración en Las Palmas, en abril de 1999, la muestra se exhibió también en el Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid, para pasar luego al IVAM de Valencia. Así, en Las Palmas, en las semanas previas a la inauguración, tuve tiempo para charlar muchas veces con Ashton. Recuerdo su insistencia en una idea que yo suscribo: "Lo importante son determinados artistas, con sus universos singulares, y no las corrientes en sí mismas, tan peligrosamente sujetas al vaivén de las modas".

Siempre me interesó esa concepción individualizada del arte, tan suya, a la búsqueda de captar la máxima excelencia. Una idea de su gran calado y ambición intelectual la da el reconocimiento de un escollo que trató de superar: "Sé que es difícil, pero uno de los principales retos para los críticos es poder atrapar formalmente la inteligencia de los artistas". Con respecto al ámbito de la escultura, dijo unas palabras críticas que tengo como lectura de cabecera, y que ahora, para no tergiversar a la autora, prefiero transcribirlas:

"La historia de la escultura moderna se escribe con mucha frecuencia en términos de unos estímulos y las respuestas que suscitan, haciendo harto difícil luego el imaginarnos la trayectoria individual de un artista singular. En su facción más irracional, la crítica contemporánea ha prácticamente eliminado al individuo, representando al artista como síntesis de diversas fuerzas, a las cuales prestan mucha más atención que a las obras de una persona real e identificable. Yo tiendo a pensar en términos de una historia paralela que considera las costumbres del homo faber, costumbres que perduran aún en el seno de la tecnología moderna. Esta arcaica concepción que tenemos del `homo faber', lo interpreta como alguien que fabrica una cosa por el prurito de fabricarla: por el hecho de dar forma a cualquier cosa disponible, por el mero placer de hacer algo que empieza siendo amorfo y adquiere posteriormente la forma. Evidentemente, esta persona (incluso en Altamira, es obvio que allí trabajaron artistas como individuos) nace en alguna parte, huele determinados olores, come ciertas cosas, y contempla un mundo particular".

En una palabra, Dore Ashton conminaba a explorar en las raíces singulares del arte y del artista. A tenor de la muestra À Rebours, me explicó que, para su criterio de selección, solía reparar en "lo común de las diferencias" entre los diversos artistas. Así, explicaba que todos los que integraban su selección para formar parte de aquella histórica muestra contaban con un bagaje único: "Una auténtica experiencia personal -decía- que sólo se podía transmitir mediante el lenguaje pictórico". Coincidíamos en las tesis de que fue un periodo clave para el arte del siglo XX: "1939-1968"; una etapa realmente ardua y convulsa, con el detonante de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto judío, la bomba atómica..., y hasta la implosión de los movimientos contraculturales en el 68: Berkeley, el Mayo francés, etcétera. Las respuestas de los artistas fueron igual de complejas y convulsas que el entorno. Dore Ashton insistía en que, de algún modo, las heridas y convulsiones de ese periodo siguen vigentes y lo seguirán por mucho tiempo. En aquella exposición aparecían obras de nombres propios que resultan imprescindibles para informar no sólo el arte, sino también el imaginario de nuestros días, como Pollock, Rothko y otros miembros de la New York School.

Como explicaba ella misma en el catálogo de aquella muestra emblemática, a partir de 1939 cualquier manifestación artística está unida al concepto de crisis, y lo relevante es la respuesta vital y existencial de los artistas. "Los pintores son intelectuales, que transforman y trascienden el horror del ser humano", decía ella, un veredicto con el que estoy perfectamente de acuerdo. También explicaba que, justo tras la Segunda Guerra Mundial, se iniciaba una automatización que acababa con la aureola romántica del "arte entendido con mayúsculas". Es lo que ella reivindicaba, y ante lo que, tal vez, no deberíamos bajar la guardia, al menos en teoría. Se trata de mantener un afán creador y "una duda metafísica", decía, intrínsecos al verdadero artista. En última instancia, se trata de una pasión. Yo mismo lo he reclamado muchas veces, y ahora se lo quiero dedicar a su riguroso ejemplo: "Sin pasión, no hay vida". Descanse en paz Dore Ashton.

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