Bienestar para todos

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El futuro no está cantado. Dependerá de lo que hagamos políticamente, pero sobre todo de la capacidad social para reconstruir una economía y una sociedad divorciadas del rentismo, del populismo y de los personalismos. Es hora que vayamos superando algunos mitos y prejuicios venezolanos que se han convertido en monumentales obstáculos para el avance. Por ejemplo, algunos dicen que el petróleo es una maldición cuando es solo un recurso natural. La maldición ha consistido en el uso que le hemos dado para apalancar el poder indebido y para financiar relaciones tóxicas con los ciudadanos. Ya va siendo hora de superar esa creencia de que la riqueza del país tiene que ser administrada por los gobiernos y sus burócratas. Es bueno que vayamos entendiendo que entre los recursos naturales que efectivamente tengamos y la riqueza que todos aspiramos media esfuerzo productivo, dedicación sistemática, empeño y unas reglas del juego que hasta ahora han jugado para los contrarios. La riqueza es una creación de la libertad con la que se puedan llevar adelante los proyectos de vida de las personas libres.

Pero ese no es el único imaginario perverso. Otros sostienen que cualquier cosa es mejor que lo que estamos viviendo. Sin quitarles la razón, hay que recordarles a todos que “del apuro solo queda el cansancio”. Los venezolanos no podemos seguir pasando de una mano mala a una peor, como aquellas mujeres maltratadas que salen de un mal marido para conseguirse otro que las golpea más.

El socialismo del siglo XXI es una tragedia social, pero eso no debería someternos a aceptar cualquier cosa como alternativa. No es cierto que debamos conformarnos o resignarnos. Eso sería dejarnos vencer por un proceso que desde el principio buscó aniquilar nuestra voluntad y someternos a la desesperanza aprendida. A veces los esfuerzos de cambio social son meros espejismos si no hay aprendizaje social. Y lamento decir que experimentar cosas no es lo mismo que significarlas. Nadie puede negarse a reconocer que hemos vivido demasiadas experiencias extremas como resultado de haber tomado decisiones buenas y malas, y en el transcurso han sido muchas las apuestas que han resultado desastrosas. Hemos inmolado muchas veces el sentido común en el altar de la necesidad política, y por eso mismo hemos aceptado demasiadas veces el trago amargo del “peor es nada” porque se nos ha impuesto desde la presión y la precariedad de la coyuntura. No es cierto que un clavo saca otro clavo.

Otras tantas veces hemos sido inconsistentes con el momento trágico, haciendo de los duelos unas fiestas y de las fiestas unos duelos. Como si todo provocara las mismas emociones, o si cualquier cosa que se nos ocurra mereciera la misma explicación. Cierta locura encierra esa anomia emocional, la degradación de las cosas más grotescas al chistecito o el intentar drenar desde la evasión para luego tener que soportar esos despertares especialmente amargos. Nosotros creemos en “los golpes de suerte” que nos conminan a un amanecer diferente que en algún momento nos sorprenderá. Y esperamos que esos “golpes de suerte” enderecen nuestros entuertos. Quién sabe si todo ese realismo mágico en funciones se deba a la desmesura de nuestra naturaleza, pero lo cierto es que nosotros somos víctimas de la improvisación y de la desconexión fantasiosa entre las cosas que queremos lograr y la organización que debemos tener para que haya resultados. La debilidad organizacional siempre está al acecho. El dejar las cosas para último momento es una tentación en la que caemos una y otra vez, y la “a-instrumentalidad” es un vicio recurrente que se quiere compensar con arengas peripatéticas y cuando no, “a punta de realazos”.

Entonces, no es el petróleo como factor distributivo en manos del estado, tampoco es la improvisación ni la desesperación, ni los personalismos, ni la reducción de nuestros trances a “la jodedera” criolla, y mucho menos la fe en el golpe de suerte los que se van a conjugar apropiadamente para sacarnos de la crisis. De las crisis salen los países por el trabajo de su gente. No hay milagros.

Pero la gente no suele creerlo. Y por eso mismo vale la pena acudir a la historia. Alemania puede ser un magnífico ejemplo. Un país que comenzó el siglo XX con mal pie y que terminó con un error descomunal: En 1933 dejaron llegar al poder a los líderes del nacional socialismo. Y entonces ocurrió una terrible epidemia psíquica con resultados desastrosos porque a partir de ese momento se concretaron las peores amenazas a la libertad de las personas como corolario de un ilimitado intervencionismo estatal y planificación económica por parte de un régimen cuyas obsesiones eran extenderse mediante la fuerza militar y exterminar a todos aquellos que les parecían diferentes. Esto no podía culminar sino en la pavorosa guerra mundial en la que los aliados tuvieron que hacer ingentes esfuerzos para vencer esa maquinaria enloquecida y perversa. El tercer Reich fue vencido en esa guerra, a pesar de prometer que iba a durar mil años, y la rendición incondicional entró en vigencia el 9 de mayo de 1945. Hasta los mejores países pueden caer en manos de sus peores locos.

Alemania estaba destruida. Buena parte de su población vivía en campamentos y condiciones precarias. Los bombardeos estratégicos habían devastado las ciudades y las fábricas. No solamente no tenían donde vivir, tampoco tenían qué comer y cómo producir. El experimento nacional socialista había hecho añicos cualquier posibilidad de recuperación inmediata. Con lo que había, y de mantenerse la producción en los niveles alcanzados durante el año 1947 se podía estimar que cada habitante podría adquirir en el mercado legal: un traje cada 40 años, una camisa cada 10 años, un plato cada 7 años, un cepillo de dientes cada 5 años. Pero esa no era la única arista de la tragedia. Los arreglos de la postguerra supusieron que 12 millones de alemanes que vivían en Checoeslovaquia, Polonia, Prusia Oriental, Pomerania y Silesia, fueron repatriados, sin bienes, sin tener a donde llegar, sin empleo posible, y sin ni siquiera tener asegurada la comida del día siguiente.

A esa terrible condición material debía sumarse una legalidad que, heredada del socialismo nazi, se constituía en un obstáculo infranqueable para las expectativas de recuperación económica: La economía estaba ahogada por los controles heredados del hitlerismo a los que se sumaron los severos controles de la economía de guerra y las reglamentaciones de los gobiernos de ocupación. Los resultados son harto conocidos: Escasez, mercados negros, inflación, destrucción de la moneda, voracidad fiscal y una eficiente pero primitiva economía de trueque que transcurría al margen: El café, los chocolates y especialmente los cigarrillos eran moneda más confiable que los marcos. Los cigarrillos norteamericanos: Chesterfield, Camel, Lucky Strike y Morris, fueron la moneda sustituta más importante. Estos cigarrillos se imponían como patrón de cambio.

En resumen, la situación de la Alemania, vencida, ocupada y arruinada no podía ser peor: destrucción material, caída de la producción, pobreza generalizada, inmigración forzada de más de 12 millones de refugiados, escasez de viviendas y de alimentos, controles y trabas a la producción, destrucción de la confianza en la moneda, restricciones a la actividad comercial, mercados clandestinos perseguidos, retroceso económico, y como corolario de todo lo dicho, inflación reprimida en los mercados oficiales e inflación abierta en los mercados clandestinos. Los venezolanos conocemos de estas cosas, las estamos viviendo, como si hubiésemos perdido una guerra mundial, como si se hubiera repetido entre la tragedia moral del nacional socialismo.

Pero vayamos a las lecciones. A nadie se le ocurrió superar las desgracias del socialismo con más socialismo. O sí, pero perdieron la primera mano, gracias a que Ludwig Erhardfue nombrado Director de Administración Económica del Consejo del Territorio Económico Unido -que incluían las zonas ocupadas por Inglaterra y Estados Unidos-. Los venezolanos deberían tener presente que los socialistas no se dan por aludidos ni con la mejor evidencia de las catástrofes que ellos mismos provocan. Son capaces de insistir en que el relevo va a ser capaz de sacar buenos frutos del populismo, la indisciplina fiscal, el estatismo, el intervencionismo y las restricciones concomitantes a la libertad.

Pero volvamos a Alemania. Erhard fue capaz de pasar de una economía planificada a una economía de mercado, de una economía desvinculada del comercio internacional a otra que iría a integrarse en el mundo, de una economía inflacionaria a otra en la que la estabilidad en el nivel de precios sería un objetivo macro-económico de primer orden. ¿Y cómo lo hizo? Sin gradualismos, sin consideraciones electoralistas, sin caer en las fauces de la demagogia. Tomó las decisiones y las llevó hasta sus últimas consecuencias, debatiendo constantemente, argumentando sistemáticamente, y demostrando que políticos socialistas, empresarios, sindicatos, profesores y otros grupos de presión, estaban equivocados cuando pedían intervenciones indebidas, retribuciones inmerecidas, beneficios no ganados, protecciones impropias y promesas no honrables.  Se trataba de instaurar una economía que descansara en dos pilares estables: un mercado de régimen competitivo, y una economía estable.

Así lo pensaba y así lo hizo, rápida y eficazmente. La primera decisión fue crear una nueva moneda, el marco alemán, con reglas claras para la asignación per-cápita que produjo una reducción cuantiosa de la masa monetaria. La segunda decisión implicó tomar decisiones sobre límites precisos para la emisión monetaria. La tercera, una ley de conversión por la que se estableció que las deudas contraídas en Reichsmark -la moneda anterior-  fueran convertidas a la nueva moneda de tal forma que el deudor quedara obligado a pagar al acreedor 1 DM por cada 10 Reichsmark de deuda original. La cuarta medida fue prohibir taxativamente los déficits del sector público. El texto legal establecía: “Los gastos del sector público no deben superar sus ingresos ordinarios. La obtención de recursos mediante el endeudamiento público estará permitida sólo en los casos que correspondan a anticipos de ingresos futuros y ciertos”. La quinta medida fue la eliminación del racionamiento y del control de precios. Y así comenzó el milagro alemán.

Del ejemplo tenemos que sacar alguna moraleja. La principal es que de las crisis no se salen de cualquier manera. A mí en lo particular me preocupa que la Asamblea Nacional no se haya atrevido a delinear un plan económico consistente, y que, por el contrario, uno aprecie una colección de insensateces que, si las sumamos a las que ha aportado el socialismo del siglo XXI, nos va a dificultar aún más la ineludible recuperación. No será con más populismo, más demagogia, más rentismo, más mercantilismo, más proteccionismo, y más sectarismo como saldremos del abismo. No es posible que critiquemos por atroz el aumento de salarios por decreto y nos quedemos callados cuando la bancada alternativa promueva y apruebe leyes del mismo tenor, como si ellos estuvieran allí a cargo de una taquilla para responder a las angustias del pueblo con demagogia. Las leyes que convalidan el estatismo, se enmaridan con el intervencionismo y favorecen la indisciplina fiscal son malas, independientemente que las presente Pedro Carreño o Tomás Guanipa.

Ludwig Erhard nos deja una experiencia llena de enseñanzas. Sería bueno que leyéramos sus libros y aplicáramos el sentido de sus medidas: “que una sociedad libre y abierta tiene porvenir si el orden económico descansa sobre la base de principios de mercado. Que el Estado tiene como función esencial la de establecer un marco adecuado para que, de forma duradera, haya suficiente formación de capital fijo y capital humano, y se modernice continuamente el aparato productivo con la consiguiente creación de puestos de trabajo rentables. Y que para eso hay que controlar la inflación, contener el gasto público, aplicar un sistema de impuestos simple, transparente y no excesivo, evitar en la medida de lo posible subsidios y privilegios a la oferta, fomentar la competencia interior y exterior, desarrollar los mercados de capital a riesgo, y promover la educación escolar y universitaria, así como el reaprendizaje y el readiestramiento profesional”.

Los venezolanos estamos esperando un curso de acción que revierta la crisis. Necesitamos un plan adverso al socialismo del siglo XXI y refractario a las nostalgias de los progresistas y providencialistas que creen que pueden montar esa bestia feroz que es el estatismo. Eso sí, esperamos y estamos atentos con una fortaleza sorprendente: Aquí seguimos 30,6 millones de venezolanos, invictos, irreductibles, preguntándonos una y otra vez cuándo se acaba esto, si es que vamos a resistir la próxima embestida, cuánto tiempo ocupará la reconstrucción del país, y si podremos ver el momento en el que se acaben todas las excusas para que las familias se reunifiquen, los hijos vuelvan y toda esta experiencia no sea otra cosa que un trauma, una pesadilla, una advertencia de lo que nunca más debe ocurrir.

Víctor Maldonado
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