Minutos de silencio para Francisco Toledo

Minutos de silencio para Francisco Toledo
Por:
  • linda_atach

Lo conocí hace más de 15 años en Oaxaca, iba andando por la calle de Macedonio Alcalá, “es fácil identificarlo, siempre lleva un traje de manta blanca, usa huaraches y anda muy rápido, en cuanto lo veas, síguelo hasta el lAGO, seguro ahí te atiende”. Así fue. Lo seguí al Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca y me planté en el jardín esperando captar su atención, bastante dispersa entre variadas tareas, gente que venía a consultarlo, artistas jóvenes en espera de guía, turistas, curiosos.

Recuerdo especialmente el impacto que me causó su persona, la energía vital de sus gestos, el poder de las manos inquietas, explícitas y hasta amables que, contraponiéndose a la mirada dura y a la sonrisa difícil, me aclararon el milagro de cada línea en su dibujo, cada incisión, el movimiento y el ritmo en sus grabados.

Reticente, pero ávido de novedad, Toledo rompió el duelo de sus característicos minutos de silencio: ¿Y usted que hace por aquí?, me cuestionó. Vengo a buscarlo, le dije, admiro su obra y su trayectoria, celebro su militancia y quiero escribir sobre usted, además de invitarlo a participar en un proyecto en ciernes, un museo dedicado a la lucha por los Derechos Humanos que empieza conceptualizarse. Amable y ambiguo el maestro declinó la invitación pero dejó una ventana abierta:

“Ya lo veremos después”, me respondió.

Se levantó abruptamente y guiándome a la biblioteca del recinto donde alcancé a distinguir algunos incunables, títulos sofisticados y difíciles de conseguir, me entregó un libro, hágame el favor de leerlo, ordenó, habla de mis orígenes afrodescendientes, de la práctica histórica del tráfico de esclavos en México, de la lamentable situación de uno de los grupos más discriminados del país, estoy organizando una exposición sobre el tema.

Repetí las visitas año con año, las pláticas se hicieron más largas, la discusión más rica, el lazo más estrecho. En 2009, preparábamos un texto para la revista Nexos, en él conversamos acerca de los primeros 20 años del IAGO, sus inquietudes políticas, su militancia y la significativa promoción cultural que realizaba en su estado. En esa larga nota hablamos de su exitoso regreso de París en 1972 y de la creación, tambien en ese año, de la Casa de Cultura de Juchitán. Fundada por el mismo Toledo, la antropóloga Elisa Ramírez (su entonces mujer), Macario Matus y Víctor de la Cruz, el recinto juchiteco abrió un espacio para la manifestación del pensamiento, la libertad de expresión, la promoción y el rescate de la lengua, la memoria y la tradiciones zapotecas del Istmo. Nacido en medio de un entorno presidencialista y autoritario pero incapaz de frenar el surgimiento de agrupaciones políticas como la Coalición Obrero Campesina Estudiantil del Istmo (COCEI), el centro de Toledo propició el debate y a la divergencia de opinión además de reconocer del socialismo como una posibilidad de oposición a la hegemonía priista.

A principios de los ochenta, Juchitán era el primer municipio gobernado por la oposición en México.

Con el poder que otorga una vida llena de creación y sentido, en 2015 un indignado Toledo levantaba la voz por la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, lo hacía manifestándose y organizando la exposición Carteles por Ayotzinapa, una convocatoria abierta que congregó trabajos y la atención de todo el mundo. Como cierre de la misma, el artista organizó otra denuncia llena de simbolismo: voló 43 papalotes con los rostros de los desaparecidos en pleno de Centro de Oaxaca: ante el silencio de las autoridades, Toledo reclamaba al cielo el retorno de los desaparecidos.

A los pocos días le llamé invitándolo a exhibir los carteles en el ya vivo museo Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México, le pedí también repetir la acción en la Plaza Juárez, justo frente a la Alameda Central. Yo estaba segura de que declinaría la invitación, la enfermedad comenzaba ya a minar su salud y, según me decían sus asistentes en el IAGO, el maestro estaba viajando poco.

Estaba equivocada: a los pocos meses sorprendió una llamada desde Oaxaca, la inconfundible voz de Toledo me confirmaba su presencia en México para la inauguración de la exposición y también para el ritual del vuelo de los papalotes. En un acto mediático sin precedentes y el bloqueo pacífico de la avenida Juárez, volamos los 43 papalotes con el pase de lista.

Lo ví por última vez en 2016, en la inauguración de su última exposición en el Museo de Arte Moderno, “Duelo”, una ambiciosa incursión en la cerámica, la sentida condena por la desaparición de los estudiantes de Iguala, los migrantes de San Fernando, las decenas de miles que hoy se han vuelto centenares. El lamento comprometido del profeta.

A pocas horas de su partida, llegan a mi memoria los minutos de silencio en nuestras conversaciones, esas incómodas pausas que dejaban vacías las conexiones entre idea e idea, algo que en su momento no comprendí pero que hoy veo con toda claridad: en Toledo cada silencio era una elocuente y amorosa demostración de dolor, un homenaje a todas las víctimas, la voz de su desaliento, su lucha.

Hoy, no encuentro suficientes minutos de silencio para honrar a Toledo.

Nos deja un tremendo vacío, también un compromiso de militancia y lucha.

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