14 de junio de 2013

Los santos y yo

Autor: Carlos Mario Guerrero

¿Alguna vez te has preguntado qué papel juegan los santos en tu vida? Si no  lo has hecho quizá ha llegado el momento de hacerlo…

Para comprender mejor el sentido de la existencia de los santos, es necesario saber quiénes son realmente, ya que se suele tener una concepción casi pintoresca de ellos. Los vemos como grandes personajes, vestidos con doradas telas y llenos de valentía y majestuosidad. En resumen,  los vemos casi inalcanzables.

Bajando a la realidad, los santos no fueron personas diferentes a nosotros. Basta contemplar algunos de ellos para evidenciar esta realidad, como por ejemplo el Cura de Ars, que no era precisamente un ilustrado de su época; Francisco de Sales, que no era precisamente una mansa paloma por su temperamento; Bernardita Soubirous, que, aunque era joven, no gozaba de la salud que gozan hoy tantos ancianos.

No todos los santos estaban dotados de grandes cualidades humanas, ninguno era inmune al pecado o a las tentaciones cotidianas, y relativamente pocos tenían arrebatos místicos. Sus vidas estuvieron llenas de muchos “días ordinarios” y en muchos de ellos se cumplió la paradoja: “Dios escoge la basura del mundo para confundir a los soberbios, y se vale de lo que es débil para demostrar la verdadera fuerza”.

De aquí podemos deducir  que la santidad es principalmente la obra de Dios sobre la débil materia humana, una obra silenciosa  pero efectiva y llena de frutos.

Hay que saber que los santos no son exclusivamente las personas que han sido proclamados públicamente y colocados en los nichos de las iglesias, sino también esos miles de hombres y mujeres que han sido dóciles al Espíritu Santo y han aprendido a amar a Dios en lo oculto. Algo curioso es que muchos santos han muerto sin tener idea de la abundancia de frutos que produjeron y producirían.

Los santos realmente deben ocupar un papel primordial  en nuestra vida, ya que son  modelos del amor a Dios, prueba tangible de que la muerte no tiene la última palabra y la garantía de que no estamos solos en medio de la lucha diaria.

Si tantas personas, desde el cielo, están dispuestas a interceder  por los que marchamos día tras día esperando el encuentro glorioso con el Señor, lo mínimo que podemos hacer es encomendarnos a ellos y vivir con alegría las virtudes que les llevaron directamente a ver el rostro de Dios.  

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