Un monje cierra tras el hombre la puerta de la cripta subterránea. Adentro, el hombre permanecerá una larga noche, leyendo a la luz de una vela un manuscrito, cortado en hojas cosidas en forma de libro.

Al amanecer, el hombre paga al monje con monedas de oro el libro y lo guarda en el baúl colocado en el techo de su carruaje, un baúl repleto de libros manuscritos de los tiempos previos al nacimiento de Cristo, libros que ha ido recolectando por los conventos y los monasterios de la Europa del Sur.

Al llegar a su ciudad de origen, Florencia, en el palacio de su patrón, el banquero Lorenzo de Médici, el filósofo Marcilio Ficino coloca en la biblioteca los tesoros. Siguiendo al libro de Epicuro, que aconseja hacer la vida entre amigos amistados por lecturas comunes, cada tarde recibe a los pintores de la corte y a su patrón, para leer en voz alta algunas páginas.

Y siguiendo también a Epicuro, que cifra la felicidad en una reunión de amigos que hablan de las verdades nobles de la vida, cada noche los pintores, el filósofo y el banquero, dialogan sobre lo que recién han leído, entre sorbos de vino y bocados de queso.

Cuatro son los pintores de la corte. Un tal Miguel Ángel Buonarroti, un tal Leonardo da Vinci, un tal Verocchio, y el más joven, el rubio y bello Sandro Botticelli.

Los amigos siguen a Sócrates cuando acuerdan que el arte debiera servir para transmitir las verdades nobles, es decir, aquellas que mejoran la existencia individual y social. Siguen a Platón cuando acuerdan que los humanos somos criaturas que aman y el amor es atraído de forma natural por la belleza y el erotismo.

—De forma que las ideas que queremos que la gente ame —sintetiza el Ficino una noche—, debemos encarnarlas en cuerpos bellos y dedicados a Eros.

Es una ruta muy distinta a la del arte cristiano, cuya misión es recontar la vida de renuncia y sacrificio de Cristo y de los santos, y en la que han sido educados los artistas. Tal vez es por ello que el pintor que primero plasma las ideas que han acordado, sea el que carga en sí menos experiencia, Sandro Botticelli.

Cuando en el taller de Botticelli Lorenzo levanta la tela blanca que cubre el óleo, se aparta tres pasos por el impacto de la escena pintada que descubre.

Al centro se encuentra Afrodita, la diosa del amor, con la diestra elevada en señal de invitación a su jardín; a su derecha aparece Céfiro, el dios del viento del oeste, haciendo el amor a la ninfa Cloris, vestida con una túnica transparente; sobre Afrodita aparece un Cupido desnudo, que dirige su flecha hacia las tres Gracias, que danzan a la izquierda de la escena, envueltas en vestidos translúcidos que dejan ver sus cuerpos delgados.

No hay claroscuros ni sufrimiento en el lienzo. Hay luz, colores sólidos y verdaderos, rostros que expresan la seriedad dulce del placer.

—¡Ecco!— murmura Ficino—, ¡esto es!

Siguiendo al más joven entre ellos, los pintores dejan pronto a un lado los temas religiosos para pintar cuerpos saludables y hermosos, que narran una utopía situada a la vez en el futuro y en el pasado, el tiempo de los clásicos griegos.

Llamamos Renacimiento a ese movimiento estético que nació alrededor de una mesa alumbrada con velas, entre seis amigos, y que de ahí partió para seducir la imaginación de la especie entera y perdurar tres siglos. Tal vez los tres siglos donde el cielo estuvo más cerca de la tierra.

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