Mostrando entradas con la etiqueta Diabluras de verano. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Diabluras de verano. Mostrar todas las entradas

domingo, 25 de agosto de 2013

SAMANTHA O LA RECOMPENSA DE LA VIRTUD II

CUANDO LOS FANTASMAS SALEN DEL ARMARIO

Previesly en DIABLURAS DE VERANO I

(Samantha una doncella jovencita le escribe a su amiga Raquel cómo en la noche en que su ama la condesa de C. agonizaba vio salir del armario de su habitación a un fantasma).



(...) Por una rendija de las cortinas entraba en la habitación un rayo de luna que plateaba los pies de la cama, te juro, dulce plumón, que fueron los momentos más angustiosos que había vivido hasta entonces. Aunque..., lo cierto es que asustadísima y todo, sentía una gran curiosidad por averiguar cuál sería el rostro conocido que adoptaría para presentarse ante mí aquel ser del inframundo. Si hubiera sido otra me habría levantado y gritado, ¿quién anda ahí? ¡Manifiéstate!
Pero no pude, lo único que deseaba era quedarme quietecita, no hacer ningún ruido que pudiera atraer su atención (aún esperaba que se hubiera equivocado de habitación, que viniera en busca de la señora J.), y sin embargo, la curiosidad me impulsó a alzar una pizca el párpado izquierdo justo cuando su sombra cubría la mitad de la cama.

Al contrario de los fantasmas de la señora J. no llevaba sábana. Era tan hermoso que sin pretenderlo mis ojos se abrieron como platos. Raquel, era tan hermoso como un ángel, sobre todo cuando un rayo de luna traspasó el manto de oro que lo cubría. No sé lo que pensé en aquellos instantes, pero con el corazón encabritado le miré al rostro y ¿sabes? el susto se me desvaneció como por ensalmo, cuando lo contemplé y reconocí en él a nuestro buen amo.



Entonces un vahído me vino de nuevo al corazón, si un fantasma asumía el rostro del hijo del ama podría hacer conmigo lo que quisiera porque le debía obediencia como su humilde servidora. No pude evitar lanzar un gemido cuando se subió a la cama. Y sin embargo, cuando acercó su rostro al mío irradiaba tanta fuerza y majestad que esta pobre boca mía se negó a pronunciar palabras de socorro.
                      
Lo cierto es que por unos instantes mi corazón se detuvo, lo sé porque cuando volví a ser consciente ya me había arrebatado la colcha y mi cuerpecito, apenas cubierto por el pequeño camisón que el ama, mirando siempre por nuestra higiene y salud, nos entregaba para dormir,  iba a ser presa de sus zarpas.



 Inmediatamente arranqué, con pesar, bien lo sabes, mi mano del dulce lugar que tanto disfrutaba cuando era la tuya la que lo acariciaba, e intenté cubrirme el pecho. Apenas si noté el vacío porque aquel ángel lo cubrió enseguida con la suya poderosa. Mi conejito se estremeció al percibir la fuerza de los barrotes que lo enjaulaban y el pobrecito se inflamó intentando huir de la prisión. No podía hablar, no podía gritar, la voz había abandonado mi cuerpo sobre todo cuando sus labios se posaron sobre el lóbulo de mi oreja.

El colchón subía y subía tan frenético como mi corazón, pero ¿sabes Raquel?, no sólo era yo la que temblaba, también el ángel se estremecía. Luego de unos instantes de gozo, la mano se tornó inquisidora y abrió y buscó entre mis pliegues. Creerás que aún seguía muda, pero no, de repente me pareció oír, entrelazado con su ronco gemir, los estertores de mi alma y créeme si te digo que pensé llegada mi última hora cuando uno de sus fuertes y poderosos dedos se abrió paso dentro de mí. El hechizo se rompió y grité, grité y mordí la mano que intentaba cubrirme la boca para ahogar mi voz.  
    
¡Oh Raquel! Han sido tantas y tan bienaventuradas las circunstancias que me han acontecido desde que nos despedimos, tantas, que hasta siento remordimientos por tener que decirte que, a pesar de tu ausencia, no he sido desgraciada desde que me arrebataron de tus acogedores brazos, como sin duda tú esperabas de una amistad tan tierna como la nuestra.



Debes saber, mi pequeña, que he sufrido en mis carnes los tormentos del infierno,las llamas del fuego eterno abrasan mi piel, garfios de hierros incandescentes la desgarran como tus dientecitos rompen la dorada costra de un pastelito de miel, las aguas sulfurosas escaldan mis carnes saturándolas de jugosos zumos pero… el volcán del amo me cubre con su ardiente lava al menos cinco veces al día. Estoy destrozada, dolorida, pero… soy…, ¿me atreveré a decirlo…?, si, corazón mío, soy feliz.

Por primera vez en mi vida puedo gritarlo ¡¡¡ SOY FELIZ!!! Oh querida, tengo que dejar de escribir este billete, le oigo acercarse por el pasillo, mis manos tiemblan, mi entrepierna se humedece…

Tuya afectísima.
Samantha.



viernes, 5 de octubre de 2012

Diabluras de Verano XV



Con retraso sobre el "horario" previsto las Diabluras de Verano llegan a su fin. Ante todo quiero agradeceros el tiempo que les habéis dedicado. No pasaré la gorra, sólo os pido que al final dejéis un comentario. Y si lo hacéis, por favor, recordad que soy un ser humano.
Gracias.

¡Un aviso! El blog no se cierra. A la vieja loba aún le quedan un montón de historias que contar.

Bien, este viaje indiscreto, este “Sálvame” sui generis ha llegado al final. Amada Muñoz Expósito, una mujer fracasada, una amante fracasada, una escritora fracasada, de la que hace dos meses nadie había oído hablar, que ni siquiera con su espectacular muerte consiguió cinco minutos de fama, ha quedado para siempre expuesta a la curiosidad de la gente.

Desde el 6 de agosto fecha en que comencé a contar su historia más de mil seiscientas personas han visitado el blog. No importa si son muchas o pocas, tampoco si sólo han echado una ojeada o se han enganchado a la historia; lo cierto es que Amada ha dejado de ser anónima. Ahora, cuando alguno de esos lectores, rebuscando libros en la Cuesta de Moyano, se tope con una novelita erótica firmada por Amanda Cook, Collette Porter o Aimée Rock, se dirá “Anda, si esta es la Amada Muñoz de la que escribía la lobavieja o “Yo a esta autora la conozco” y por curiosidad se la llevarán a casa. Si eso sucede estas páginas habrán cumplido su finalidad. 





¡Eh! ¿No irás a terminar así la historia? ¿Es que no vas a contarnos lo que realmente pasó en Nueva York? Preguntareis. Esa era mi intención. No por ganas de fastidiar sino simplemente porque no lo sé. Puedo intentar una aproximación, entre mi imaginación y lo que hemos averiguado puedo forjar una historia, que no dejará de ser eso, una historia. Ninguno de los protagonistas o de los testigos, que los hubo, al menos uno, están vivos. Así que mi versión puede ser tan válida como la de cualquiera.

No sé vosotros, yo la pregunta que no dejo de hacerme es ¿a qué grado de locura, si locura o llamadlo amor, llegó Amada para estando muriéndose viajar a Nueva York y matar a Margot?  

Mi opinión. Que de las muchas clases de locura que nos pueden asaltar la peor, la más terrorífica es la que se nutre de la soledad, la que remueven monstruos de cuerpo cubierto de escamas como los que creara H.P. Lovecraft, monstruos que al deslizarse por la piel arrastran tras de sí cualquier átomo de razón liberando a los demonios que llevamos dentro. 




Y si a la soledad y a los monstruos babosos se les añade la muerte y se revuelve con el amor y el resentimiento puede que nos acerquemos a una explicación plausible de lo que Amada sintió… Puede... 

Prefiero creerla loca a reconocerla vengativa. La mujer con la que hablé el 29 de enero de 2008 en el El Retiro no padecía la locura del abandono, al menos no me lo pareció entonces, sólo parecía cansada, vieja, enferma. Aún ahora después de escuchar las cintas y aceptar los testimonios me cuesta admitir que en su precipitado viaje a Nueva York hubiera alguna intención oculta. Para mí, Amada corrió tras Margot porque anhelaba la reconciliación.

- ¿Reconciliación, gilipolleces? Amada viajó expresamente a matar a Margot –se burló Vanessa cuando le expuse mis dudas-. Apenas aterrizó se compró la pistola, la llamó, quedó con ella y en cuanto le echó la vista encima le disparó. La mala suerte fue que se dieran de bruces con los policías.

- Llegó la tarde anterior –le advertí-, se vieron en el hotel, ¿recuerdas al vampiro? Le propuso volver con ella, seguro, y le dejó la noche para pensárselo, ¿no lo ves? La dejó que acudiera a la fiesta, que tuviera su oportunidad. El encuentro en la esquina de Lexington fue una cita, a la que Margot podía no haber acudido. Tuvo una oportunidad…

- No la tuvo, cómo no iba a acudir, estaba en Nueva York,  sola, le acababan de robar… sin un céntimo, tenía que presentarse ¿no lo ves? –repitió con sorna mis palabras.





El revólver. Recordé. Había un fallo en el relato que la inspectora Taylor nos había endilgado -¿Cuándo compró Margot el revólver? –le pregunté nerviosa- ¿Si la tal Addy le había robado el dinero cómo lo compró?, ¿cuándo? –insistí.

-Lo compraría en cuanto llegó.

-¿Por qué? ¿A cuenta de qué iba a hacerlo? Quería triunfar como fotógrafa, no robar bancos –no me respondió. No lo sabía Después de todo Vanessa no era tan lista como se creía y el final de su reinado andaba cerca.- No volvió al hotel, la hubieran reconocido ¿recuerdas? La Addy le robó hasta la llave, y no digas que lo llevaba con ella, lo habría dicho.

- ¿Quieres decir qué…? –preguntó de repente sin palabras.

Quiero decir que hay muchos locos en el mundo, muchas locuras distintas y que tan peligrosa o más que la de la soledad es la de los celos.





Quiero decir que aunque la versión oficial de la santafesina me obligue a imaginarme a una Amada rumiante de su locura en las oscuras calles de la madrugada neoyorquina, tal vez otro fue el final de la historia, tal vez algo más inverosímil, tal vez un evento impredecible de los que a veces acontecen en la rúa y ni siquiera con las narices pegadas a los cristales vislumbramos.

Así que por ahora, por ahora, hasta que Vanessa y sus hakeos me desmientan, creo que Amada, en la última noche de vida repitió los vagabundeos de Samantha entregándose a la ciudad sin darse cuenta de la gélida oscuridad por la que transitaba, con el aliento condensado cayéndole como copos de nieve sobre la barbilla. Porque está comprobado que no reservó habitación en ningún hotel. “¿Para qué?”, pensaría. Previó que compartiría la cama de Margot. Dando por hecho que las treinta y seis horas transcurridas habrían enfriado el entusiasmo que la huida y la llegada provocaron en “la artista”, concediéndole la ventaja del miedo. Creyó que Margot se resignaría, que regresarían juntas ¿dónde si no iba a encontrar otro amor?

O no. Tal vez callejeó en su última noche en Manhattan porque como los condenados necesitaba permanecer alerta, recordar, hacer balance. Contarse a sí misma la historia de dos muchachas ignorantes y jactanciosas que con apenas veinte años creyeron que se comerían el mundo. Comprender que a pesar de los años y las vicisitudes no habían cambiado. No ella. Apreciar, cuando la historia concluía, la rotundidad del fracaso. No sólo Margot no había sido lo suficientemente inteligente para aceptar la mediocridad de sus vidas sino que ella misma fue incapaz de prever una salida más acorde con la realidad. Y a cada paso se enfadaría más y más, seguro, hasta llegar a sentir que una vida vacua y vanidosa como la de Margot la hacía acreedora de un fin narcisista. Y entonces decidió que lo menos que podía concederle por los años de felicidad compartida sería convertirla en  famosa. Proporcionarle sus cinco minutos de gloria. 




O tal vez lo hizo porque cuando dejó el Chelsea, cuando dijo adiós a Margot callejear parecía lo más apropiado para macerar el rencor. Seguro que la “artista” le enseñó intencionadamente la tarjeta de la señora Addy, su triunfo. Amada no se habría fiado, jamás, seguro que le diría que en una tarjeta de visita cualquiera puede poner Management de Pacewildenstein. Luego, ante el gesto mezquino, renunciaría, para qué abrirle los ojos si los tenía llenos de esperanza. Y le concedería una noche más. Si Margot se abría en aquella fiesta un hueco en el mundo del arte Good for her. Y si no Good for me, diría. Margot volvería al redil como oveja descarriada, maltrecha, pero volvería.

- Aún así era una cita con una mujer –precisó Vanessa-. Tendría celos.

 Sí, tal vez fuera, a la vista del resultado, ese el motor de sus pies cuando descendió a los infiernos en busca de la muerte. Porque en Nueva York, como en cualquier otro sitio, más allá de la Quinta Avenida, de la ciudad de los turistas había una realidad distinta; una que se vivía, se vive entre agujas y jeringas rotas, tapones de frasquitos de crack, papelinas y basuras, entre muertos y embalsamados que alimentan a los millones de ratas que pueblan el subsuelo. Y sin embargo a ella nadie la molestó, ni siquiera aquellos que tantas películas nos han mostrado parados en las esquinas ciegas, aquellos que iluminan las aceras con el blanco de su dentadura. Y avanzó, avanzaría por las avenidas en penumbra, franqueadas por las ruinas de los edificios, de los almacenes y talleres silenciosos, sin obreros ni sindicatos, nichos de adoquines extraditados y gatos en libertad condicional. 




Hasta que en algún instante de la noche, mientras las ratas calentitas por las conducciones de gas dormitaban, se detendría frente alguno de ellos y aunque temiese el navajazo que le partiera el corazón, el pellizco de la bala que le mordiera la carne preguntaría “¿cuánto?”

Pero ni las noches de Nueva York son las que fueron ni los asesinos esperan por las esquinas a cincuentonas desoladas, de eso se había encargado Giulliani. Y se rió, seguro. Y su risa de tuneladora asmática desafiaría a cualquiera que se atreviera a rozarla. Y esperó, esperaría, mientras el hielo aprisionaba sus pies entre las grietas de las baldosas rotas, a que su suerte se decidiera. Y cuando la relación mercantil se concretó no dudo de que, sopesando la mortalidad del arma, con voz firme le pidió Enséñeme a utilizarla”.




Y el desconocido sacaría el cargador y le mostraría las balas. Luego el seguro. En silencio. Sin mediar palabra le daría un curso avanzado. Hasta dispararía una bala y el eco en el vacío de la noche lo repetiría colándose por las paredes derrumbadas, por los techos caídos. Seguro, seguro que esperó a que volviese el arma contra ella y le  abriese una rosa en su viejo abrigo de cuero. Pero no sucedió. No así

Y siguió callejeando porque ya no había nada más que hacer sino esperar al amanecer. Despojada de toda responsabilidad puesto que había bajado a los infiernos y seguía viva. Las aceras caminarían tras ella, persiguiéndola juguetonamente, nostálgicas de las tardes cuando se vaciaban los rascacielos y la vida las reventaba. En el bolsillo del abrigo la pistola, la Glock y el billete de regreso que a cada paso aumentarían  exponencialmente su peso. Y fue entonces cuando lo supo. Entonces, jugueteando con las balas, comprendió que sólo necesitaba dos, que llegado el momento abrazaría a Margot en la despedida y le dispararía en el corazón, luego volvería el arma contra sí.  

Y fue entonces, ya amaneciendo, cuando se encaminó hacia Lexington rompiendo el billete en diminutos trozos que sus pasos enterraron en la nieve. Luego, cuando vio a Margot salir de la boca del subterráneo disparó. Su tiro levantó esquirlas de la pared; Margot en cambio disparó contra ella y le partió el corazón al detective Carlos Solano; el detective Patrick H. Hermman, reaccionó y le descubrió el tercer ojo a la infeliz Amada y Margot oyendo tras ella el cerrojo de la celda cerrarse se llevó el revólver a la sien y se suicidó.

Eso fue lo que oficialmente ocurrió. Demasiado inverosímil pienso como para no admitir conjeturas. ¿Cuáles son las vuestras? ¿Ocurrió así? ¿Quién mató a quién?



Samantha
o la recompensa de la virtud




¡Querida! ¡Querida, Raquel! Ojalá estuvieras aquí. ¡Cuánto te añoro! La suavidad de la piel de tus muslos, la timidez remisa de tus pezones, su altivez cuando mi lengua los soliviantaba, la dulzura de tus labios… ¡Oh, querida, cuánto te echo tanto de menos! Ojalá y en vez de comprar la vaca hubieras venido conmigo…

 Y no, no es verdad lo que decía la señora J. lo infernal que resulta para una mujer viajar en barco. Desde la experiencia te digo que los meses en el mar, a pesar de las tormentas y las calmas han sido para mí muy placenteros. Aún reconociendo lo agobiante del confinamiento ha sido un bálsamo para mi estragado conejito y un reconstituyente para mi salud. Aún no habíamos avistado las costas de África cuando las fiebres desaparecieron y las carnes volvieron a ocupar los huecos abandonados. Y mi piel, querida, Raquel, recuperó su esplendor manteniéndose tan tersa, pálida y suave como cuando tus uñas de gata la incendiaban. 




En fin, fuera añoranza o no podré contarte las aventuras que me han sucedido desde que, medio cubierta por la sangre negra de los demonios, abandone la rectoría. En mi anterior billete, que por cierto, escribí apoyada en la cureña de un cañón, no quise decirte nada porque el rumbo del barco y mi destino aún eran inciertos. ¿Pensaste cuando viste su procedencia que me habían atrapado, que la justicia de Su Majestad había decretado mi embarque en el Queen Charlotte y mi destierro a la colonia de penados de Nueva Gales del Sur?

 ¡Cuánto has debido sufrir creyéndome en desgracia! Pero no, no hay lugar a las lágrimas, querida, soy una mujer libre. Soy el ama.



Ama no como tú de una granja, media docena de vacas y un rebaño de ovejas. Me he convertido en sacerdotisa suprema del templo del amor en una feraz isla que se encuentra en medio del mar entre las Antillas holandesas y la colonia de Nueva Gales, y que por mor de la conveniencia de los hombres de la armada no figura en ninguna carta de navegación. Es mi reino. Su territorio antes habitado por sanguinarios caníbales ha sido declarado, por el gobernador de la colonia, el más ferviente admirador de mi dominio, territorio franco. Lo que significa que en nuestra bahía atracan los barcos de Su Majestad para descanso y solaz de los hombres de la flota. Y yo, querida, soy su anfitriona, su fuente de placeres.



Como bien sabes, los hombres de la armada son unos pervertidos. Después de pasar meses viéndoles satisfacer sus instintos te aseguro, Raquel, que no les hace honor la fama que se les atribuye. Son mucho peor que los demonios de las vicarías. Y un navío de la armada es mucho más sórdido que el más sórdido lupanar de la parroquia de Whitechapel; por las callejuelas del East End resuenan gritos menos desgarradores que los que desde la cámara de proa, donde los hombres de la tripulación tienden sus coys para dormir, se escapaban durante las primeras noches de la travesía. Y es que los hombres recién embarcados, campesinos, grumetes o pajes fueron una y otra vez violados por los veteranos de la tripulación sin que el capitán ni los oficiales, entretenidos dando por culo a los guardiamarinas lo impidiesen.



Y sin embargo te aseguro que ningún temor sentí. Y es que a veces, querida, todo depende de encuentros tan disparatados como el que ha unido mi suerte a la del teniente Wilson. El teniente, para que no te llames a engaño te lo digo ya, es tan viejo como el vizconde y su badajo, aunque imponente como las campanas de la Abadía de Westminster, no resuena con el furor y la alegría de la Pascua Florida, ni siquiera con la pompa y parsimonia del oficio de difuntos. Aún así resultan encantadores, tanto el teniente como su badajo, con decirte que ambos usamos unos anticuados guantes de piel de pollo para sonsacarle unos pequeños repiques.

Encontré al teniente cuando vestida con las ropas del asesino, tomé, en el portazgo de S., la primera diligencia que pasó. Estaba tan conmocionada por los terribles sucesos, tan pocas fuerzas me quedaba que en cuanto puse un pie en el estribo del carruaje resbalé y caí en el fango inconsciente. Él me recogió, me sentó a su lado y dándome a beber una ginebra de cebada tan pura como la jenever holandesa me revivió.



Si mientras permanecí desmayada indagó bajo mis ropas la consistencia de mis huesos no te lo puedo asegurar, lo cierto fue que desde el principio me tomó por chico y yo no lo desmentí, aún ahora prefiere verme desnuda la grupa que beber leche de coco de mi conejito y eso que para él es gratis. En fin, para abreviar, el teniente me advirtió que iba camino de Plymouth, a tomar posesión de su empleo como segundo oficial del Queen Charlotte, navío de Su Majestad dedicado al transporte de presos. Y añadió que aunque andaba corto de renta necesitaba de un criado que cuidase sus ropas y sus provisiones, y me ofreció el puesto.

Acepté sin dudarlo, todo lo que yo quería era poner tierra o agua por medio de la venganza de los demonios, porque a pesar de comerme los huevos y aún el hígado del viejo vicario (que, por cierto, resultó demasiado pastoso para mi gusto y con un fuerte sabor a alcohol) no estaba segura de que no vinieran a por mí. Así que con alivio vestí los pantalones blancos y la casaca azul que el buen teniente me regaló para el viaje. 



Fingiéndome paje me embarqué y a pesar de que con él compartí un oscuro y estrecho camarote, jamás abusó de mí ni consintió que nadie lo hiciera. ¿Extraño, verdad?, no sabes bien cuanto. Una mañana bochornosa en la que el barco atrapado por las calmas ecuatoriales no se movía, la campana de la guardia de la mañana me despertó, eso creí, lo cierto fue que a pesar de la barahúnda que formaban los hombres en la cubierta, percibí junto a mí una respiración agitada. Me giré, la camisa de dormir arremangada hasta el pecho, las nalgas al aire y lo encontré de pie junto a mi coy, las manos cubiertas por los guantes de piel de pollo acariciaban con ansiedad su mustio vergajo. Lo reconozco, sentí aprensión de que lograra despertarlo y que se viniera con todo su volumen a buscar cobijo en mi trasero.

Me equivoqué. El pobre insistía e insistía y aquello siguió impertérrito, echado a la siesta, como los vientos. Me apiadé, me levanté, me arrodillé ante él e intenté con unos cuantos lametones que levantara cabeza. El teniente me apartó y dándome la vuelta se restregó arriba y abajo entre mis nalgas, llamando a la puerta, sin pretender forzar la entrada. Y al cabo de un rato, con un grito de júbilo merecedor de más grande hazaña se vertió dejando sobre mi piel apenas unas gotas de su leche. 



No te miento Raquel. Durante toda la travesía no se adentró en mí más adminiculo que mi dedo y eso que cuando el bochorno arreciaba todos los hombres andaban por la cubierta medio desnudos, incluso los oficiales más jóvenes en pelota viva. Y algunos, ay, algunos exhibían unos tarugos más gruesos que el palo mayor y algunas cofas, oh, dios mío, algunas cofas darían cobijo a regimientos enteros.

En fin, que para cuando rendimos viaje en Botany Bay andaba bastante insatisfecha, con las entrañas a reventar de jugos. Y la suerte, Raquel, no me abandonó. No dudo que ahora mi virtud sí está siendo recompensada. El teniente Wilson resultó ser un antiguo camarada del gobernador, otro viejo al que el cayado se le había adormecido hacía ya demasiado tiempo. Cuando fue a cumplimentarle le acompañé ya vestida de mujer y pude comprobar cómo mi presencia removía sus fuentes de placer.

- No te asustes si te ofrece un látigo –me susurró el teniente al oído.



Y me lo ofreció. No bien acabada la cena, cuando sirvieron los licores y los cigarros, el teniente se retiró alegando motivos del servicio. Al parecer, el gobernador en sus tiempos de capitán de la armada, era muy dado a castigar a los hombres al enrejado para recibir cuando menos veinticinco azotes. Luego, en el secreto de su camarote el teniente Wilson se los endilgaba a él en las nalgas con látigo de seda. Pero yo aquella noche no lo sabía y creí que mi viejo amigo me había traicionado.

El gobernador se me acercó, me cogió la cara por la barbilla y mirándome a los ojos me preguntó

- ¿Eres virtuosa Samantha?

No supe como contestarle porque realmente yo de mutuo propio no he inculcado ningún precepto, pero tímida bajé los ojos y los fijé en su portañuela mientras me llevaba una mano al pecho y acariciaba con dos dedos uno de mis pezones, para cuando él jadeante me alzó de nuevo la cara mi lengua ansiosa se relamía los labios.




Ya te puedes imaginar lo que a continuación ocurrió, le abrí la portañuela, cogí entre mis manos su capidisminuido cetro y por más que lo acaricié no conseguí que levantase la cofa. Estaba a punto de llorar cuando enfadada le di un cachete, y ¡oh sorpresa!, al gobernador se le escapó un suspiro de placer. Así que rompiendo mis enaguas me hice una especie de sacudidor con el que batí duramente sus escuálidas nalgas. Y el milagro ocurrió. Porque fue un milagro verle agitarse, elevarse y erguir la cabeza y es que suele sucederle a todos estos hombres que de jóvenes han sido grandes folladores, luego, llegados a cierta edad la verga ya sólo les sirve para la micción. Que se corriera dentro de mí nunca fue una posibilidad, alguna que otra vez intenté empalarme pero fracasé, se le desarbolaba en los umbrales por mucho que silbara el látigo al cortar el aire.


En esos juegos anduvimos unas semanas, hasta que apareció la señora gobernadora. Venía asustada por el ataque que había sufrido a manos de unos nativos caníbales y el fracaso de su obra misionera precisamente entre las mujeres del que ahora es mi reino, pretendía con la biblia en la mano cubrir su desnudez y obligarles a vivir en monógamo matrimonio. Así que por un tiempo el gobernador sólo tuvo tiempo para rezar vísperas y cantar himnos de ciegos a los que el señor de los cielos devolvía la vista.

Mientras entonaba uno se le ocurrió la idea que daría consuelo a su bien amada esposa y gusto a su descarriado cuerpo. Oficialmente declararía la guerra a los caníbales y para impedir la llegada de misioneros que perecieran bajo la concupiscencia de las nativas se le ocurrió declarar la isla territorio franco sólo para los hombres de la armada, para cuando logrado la pacificación del lugar, los más viejos, dígase mi amigo el teniente Wilson, haciendo un supremo sacrificio se dedicaran a la educación de… los nativos.

Lo cierto es que la armada llevó un barco, pegó cuatro cañonazos, disparó tres mosquetones y acabó en secreto con todos los hombres de la isla. Y entonces el gobernador puso en marcha la segunda fase de su plan secreto. Convertir la isla en lugar de reposo y placer para los marineros, una manera como otra de evitarse problemas de lupanares en Botany Bay. 



Oficialmente la isla está bajo su mando, pero como él está bajo la férula de mi látigo no dudes, Raquelita, que toda la isla obedece mi mando. Y no sabes lo maravillosa que es. Aquí la lluvia dorada no es otra cosa que oro y no jugos de perversos diablos. Si lo oyeras tintinear en mi faltriquera estarías orgullosa de mí, de lo que tu pequeña Samantha ha conseguido sin necesidad de dar uso excesivo al conejito; si vieras que pacífico pace, cómo rumia el musgo tiernecito de mis corderas.




Y a ello me dedico, además de cumplimentar cuando procede al gobernador, a adiestrar a las nativas, porque a pesar de que son voluptuosas en exceso carecen de conocimientos en el arte de la seducción. Tendrías que verlas con que  denuedo y ardor se entregan al fornicio noche y día sin importarles ni los caretos ni las gomas sifilíticas de sus partenaires. Nunca se cansan de fornicar.

Sin virtud ni faltriquera viven, querida Raquel, confiadas como hasta hace unos meses lo hacía tu pequeña Samantha. Ahora exijo, y no precisamente con látigo de seda, lo que a ellas se les escapa. Sé, porque te conozco, que a pesar de tus ovejas, tu granja y el coñito tierno de tu hijastra me envidiarás si te cuento que con leche de coco se refresca mi conejito y que retozo por las noches con nereidas coronadas de coral. 





En verdad sólo me faltas tú para sentirme completa, porque a pesar de su belleza ninguna de estas suaves y desvergonzadas damas consigue libar mis jugos con la prodigalidad de tus labios. Me duele pensar, querida mía, que cuando podríamos ser las reinas de este fastuoso panal se interponen entre nuestras pieles millas y millas de agua.

Déjalo todo, Raquel mía, y vente conmigo. Juntas cabalgaríamos sobre el mundo y los demonios cubiertas de oro. Disfrutaríamos tanto que te prometo que no echarías de menos la vieja Inglaterra.

Querida, sería la mejor recompensa para tu acendrada virtud.




FIN


lunes, 24 de septiembre de 2012

Diabluras de Verano XIV


Antes de empezar quiero pedir disculpas por la semana de retraso. Cuando  comencé con las Diabluras dije que terminarían cuando llegara el otoño, pues bien, oficialmente el sol entró el 22 de septiembre, a las 16 horas 49 minutos, horario peninsular, en el otoño y aún queda otra Diablura más para averiguar todo lo que ocurrió a Amada Muñoz Expósito en Nueva York, para averiguar qué hizo Samantha la protagonista de su novela con su libertad.

Aunque no he cumplido el calendario y en puridad ya no deberían llamarse Diabluras de Verano no les cambiaré el título, si no son de verano serán veranillo…, el de San Miguel que está cerca. Gracias por esperar. 

Os cuento.

Santa Fe, la capital de Nuevo México es el tercer mercado del arte de Estados Unidos. Ese es el dato.

Desde que recibí el correo de la inspectora Taylor no he dejado de preguntarme cómo la policía estatal de Nuevo México, sabía más de lo ocurrido a Amada que el Departamento de Policía de Nueva York.


Vanessa en la búsqueda de información preguntaba “¿Han visto a esta mujer?” Y acompañaba una foto de Amada, nunca, nunca preguntó por Margot. Y sin embargo fue su autorretrato la clave para encontrarla. Por cierto que de la exhumación de cadáveres, pruebas de ADN, y todo el papeleo se encargó, por propia iniciativa la inspectora santafesina. ¿Sus razones? Ella sabrá. Resulta que la inspectora Taylor dejó la policía después de acabar con un peligroso asesino en serie, pero esa es otra historia a la que Vanessa no ha tenido acceso, los archivos son secretos y los periódicos de Santa Fe muy discretos.




Seguiremos llamándola inspectora; bien, pues la inspectora Taylor nos ha contado que fue una tal Jennifer Addy, detenida en Santa Fe al intentar vender, a una galería de Canyon Road, una falsificación de Georgia  O´Keeffe, quien tenía las pruebas en su poder. En cualquier otro sitio hubiera tenido éxito, pero en Santa Fe hasta el último coyote recién llegado por la frontera reconoce un original de Georgia de una falsificación. La pillaron, claro. Y cuando registraron su casa encontraron más falsificaciones, y una gran colección de fotografías de Antonio de D`Agata, el fotógrafo de los excesos, principalmente.

En un principio contó que había trabajado en Pacewildenstein, la galería más importante del país, “un templo del arte”,  dijo, “que había cambiado la historia del arte del siglo XX al dar a conocer a los artistas de la Action Painting, Pollock, De Kooning y después a Warhol, Basquiat, Julian Schnabell, los de la Bad Painting”,  añadiendo que los cuadros y las fotografías las había recibido como indemnización por su despido hacía casi cinco años. Que por supuesto no tenía ni idea de que  los cuadros fueran falsos, ni robadas las fotografías.

A la policía le costó desmontar su historia, los intentos de hablar con los dueños de la galería resultaron vanos, había desaparecido. Pero al final localizaron a uno de los antiguos empleados quien aseguró que lo dicho por la señora Addy era falso, añadiendo que los propietarios la habían denunciado por el robo de las fotografías.



Cuando Jennifer Addy se vio ante la amenaza de pasarse los siguientes diez años de su vida en la cárcel pidió expresamente hablar con la inspectora Taylor, quería un trato. Y cuando la inspectora Taylor se presentó le mostró las fotos de una desconocida hechas en la puerta de “Saks Fifth Avenue” y le propuso que si retiraban los cargos le explicaría quienes eran las mujeres muertas en un tiroteo con la policía el 3 de febrero de 2008 en Nueva York.

El porqué la inspectora Taylor pudiera estar interesada en el tiroteo hasta el punto de conseguir librarla de los cargos de robo y estafa es algo que se me escapa, pero dado que consiguió esclarecer el destino de Amada, reconozco que me da igual.

El caso fue que hechas las oportunas averiguaciones con el DPNY la inspectora Taylor se encontró con que la mujer de la foto era precisamente una de las  muertas en el tiroteo. La señora Addy no consiguió que retiraran los cargos pero sí, por su colaboración, una sustanciosa reducción. Y entonces entregó otra fotografía, en ésta se veían dos mujeres. “Son las muertas con unos cuantos años menos”, dijo señalando las fotos de los cadáveres primero y luego las de las mujeres. “Se llamaba Margot Serna y era española”, y entregó el pasaporte de Margot. La otra, la que mató su amigo, era su amante, se llamaba Amada y era escritora.”

Esa última frase es la que ha dado alas a Vanessa para seguir con sus oscuros manejos informáticos, “La Taylor está liada con el detective Herman, fue él quien mató a Amada, hay que encontrarlo.” La dejo hacer, pero yo ya estoy fuera. Espero que se aburra pronto ante mi indiferencia y deje de hurgar en vidas ajenas. Es buena, muy buena, tanto que estoy empezando a temerla, no sé si no terminaré yo también desapareciendo, dicen que en Nueva Zelanda hace falta gente para cuidar ovejas…






“La vi mientras merodeaba por la consigna del Museo de Arte Contemporáneo; yo andaba sin un dólar, debía dinero y necesitaba desaparecer por un tiempo, así que me dije Jenny es hora de una visita al museo. Tengo un don para reconocerlos, ¿sabe? huelen a frustración. Miran las obras con odio. He visto a tantos morderse las uñas hasta sangrar, arrancarse el pelo que sé lo que piensan “por qué él y no yo”, “las mías son mejores”…  Reconozco a un artista frustrado, a un “genio por descubrir” en cuanto le echo la vista y con ésta, además, por la forma en la que entregó la cámara a la encargada de la consigna, por su titubeo, supe que me facilitaría la vida. 



La seguí la hora y pico que estuvo contemplando los rostros de mujer de Jim Nutt y el autorretrato de Gerhard Richter. Se cuestionaba, no ya como pintora o fotógrafa, por la ansiedad de su mirada, por el esfuerzo que hacía para alzar los hombros, pensé que se trataba de algo más profundo, que se preguntaba por sí misma. Y la elegí. No sabía si podía sacarle mucho o poco, en principio ese no es el reto. Puedo no conseguir dinero pero sí una buena falsificación. No sabe usted de lo que son capaces de hacer los artistas por alguien que les diga que son un genio…, incomprendido, claro. 


Pero resultó que ésta además tenía dinero. Desde el museo se fue a Saks. En la sección de peletería la abordé. Me lo puso fácil, Saks ya no es Saks, usted me entiende, todo ese dinero extranjero tiene que sacar sus beneficios ¿no?, pues en su probador alguien acababa de dejar una mancha y salió azorada, en un mal inglés intentó explicar que se había sentado sobre la sangre y ahora tenía los pantalones sucios. 

La encargada no la entendía, realmente parecía como si le hubiera bajado la regla. Aproveché la oportunidad y hablé con la encargada que enseguida nos llevó a la sección de moda para elegir pantalones, a cargo de Saks, le dije a la desconocida, aunque la encargada no había dicho nada. Agradecida, se desahogó, no soportaba sentirse sucia, necesitaba un baño y casi llorando añadió que aquella maldita sangre le había estropeado un maravilloso día, (y el día era horroroso, frío, agua nieve, barro, atascos). La abracé y no sólo se dejo hacer sino que me devolvió el abrazo, su cuerpo temblaba. Así supe una cosa más, pero me aparté, no era ni el lugar ni el momento. La dejé en el baño limpiándose y le llevé un bonito pantalón de Prada. ·Es tuyo… si lo quieres”, le dije. Y entonces ella me contestó que se llamaba Margot.

Cuando se cambió quería largarse y no se lo permití. No tenían derecho los de Saks a estropearle su día, así que volvimos a la sección de peletería y estuvo probándose abrigos de visón más de dos horas. Al final se compró uno de cinco mil dólares. Me quedé con la boca abierta cuando sacó un talonario de cheques de viaje. Ya nadie utiliza esas cosas y allí estaba ella con un talonario de más de cien de los grandes. No lo podía gritar más a las claras, “róbame” decía. No lo hice. 



Le propuse ir a tomar unas copas a  Pacewildenstein, fue un tiro al aire que dio en la diana, la conocía, sólo con verle la sonrisa que se dibujo en su cara supe que ya eran míos los cien mil dólares. Se sentó, dijo que le temblaban las piernas, que no podía creer su suerte. Resumiendo, le dije que era la encargada de la sección de fotografía, ella me dijo que era fotógrafa, yo me sorprendí, que alegría, mua, mua… le pedí que me enseñara su obra, que andaba siempre a la búsqueda de talentos… sacó la cámara, me mostró unas viejas fotos de ella y otra mujer, otras de gente corriente por la calle a las que les habían difuminado el rostro, sospeché que imitaba a Richter, le dije que me lo recordaba, se sintió alagada, le dije que me encantaba su obra…

 “Todo eso en el probador”, concretó la inspectora, “por supuesto en el probador, luego le dije “mejor que ir a la galería lo que debes hacer es comprarte un bonito vestido de Oscar de la Renta y venirte esta noche a la fiesta de despedida que doy en mi casa. Conocerás a Antonio D`Agata”. No tiene ni idea la conmoción que sufrió cuando se lo dije, fingí no darme cuenta y añadí que también estaría Chris Martin, el líder de Coldplay, un gran coleccionista, Julián Schanabell…, “su mujer es española, como yo”, me contestó; “aunque con Julián nunca se sabe, le expliqué, te dice que viene y luego no sale de la cama”. Añadí que me cambiaba de piso y tenía una cita con el administrador así que le di mi tarjeta y expliqué como tenía que llegar desde el hotel Chelsea donde me dijo que se alojaba. El Chelsea, ¿se da cuenta de que era una estúpida pretenciosa?, al Chelsea sólo van los turistas.



“¿No temió que se le escapara?” No. Por supuesto que no. Ese pez ya estaba en el anzuelo. A las ocho de la tarde en punto apareció. Venía orgullosa, se sabía atractiva, tendría casi cincuenta años pero con la luz adecuada representaba apenas treinta y cinco. Genética, sin duda, tenía una piel blanquísima, unos ojos grandes y tristes y una boca para sorbérsela a besos, estaba bien, inspectora. You´re Wonderfull” le dije besándola con la boca abierta.

“¿Y no dijo nada cuando vio que en la casa no había nadie más que usted, porque no había nadie, verdad?" Nadie y además hacía frío, me habían coartado la calefacción por falta de pago. Pero se lo expliqué, le dije que había habido un malentendido con el administrador y los de la mudanza, que había localizado a los demás y suspendido la fiesta. Había intentado advertírselo, la había llamado, pero en el hotel me dijeron que no respondía. “¿Y era mentira?” No…, llamé al hotel, pero sólo para comprobar que era cierto que estaba alojada en él.




Me contó que había tenido una tarde horrorosa, un vampiro que pretendía llevársela al infierno. “¿Un vampiro?” Un vampiro, alguien que se alimentaba de su alma y de su sangre. Pero lo has matado, ¿no? Le pregunte en broma. No, me contestó lacónica. Pues a los chupasangres se les clava una estaca en el corazón y adiós. “¿Le recomendó que lo matase?” Señora, yo no recomendé nada, yo sólo dije lo que dije.

“¿Cómo consiguió que se quedara?” Con una copa de champán, bueno de espumoso de los Catskill y un “celebremos nuestra propia fiesta”. Se le fue la desilusión al punto, anticipó lo que ocurriría en la cama y se ilusionó, así que bebió y bebió y para cuando la besé y la acaricié ya nada le resultó extraño, lo deseaba y se dejó amar. Luego, en la cama me hablo de su vampiro, se llamaba Amada, Amadina, Amadita, Amada, era escritora, se estaba muriendo y quería llevársela al infierno. Le dije que jamás lo consentiría, que lucharíamos contra ella y le aseguro, inspectora, que me gané los cien mil dólares, que por unas horas se olvidó del infierno.

“Y despertó en él ¿no?”

No lo sé, se despertó con resaca, no lo dude, con una gran resaca y sola, en una casa vacía; sin bolso, sin cheques, sin cámaras, sin pasaporte, sin el vestido de Oscar de la Renta. ¿El infierno? Nueva York desde luego lo es. Pero oiga que  le dejé unos pantalones viejos y un jersey, soy una ladrona, señora, pero no una asesina ¡ah! y le dejé el visón. Era falso.”

Samantha
O la Recompensa de la virtud


Querida Raquel, querida…, que hubiera sido de mí sin ti, cómo podré agradecértelo algún día ahora que me encuentro tan lejos. Te debo la vida, Raquel. Decía el más joven de los demonios que la Prudencia es una doncella rica, fea y vieja a la que corteja la ineptitud, qué equivocado. La prudencia es una doncella rica y hermosa como tú. ¡Cuánto te echaré de menos!

Desde ahora te digo que me has convencido, que de todos los dioses que me han ofrecido venerar sólo daré pábulo al que se alimente del sonido del oro cayendo en mi faltriquera. Gracias a él me has salvado, y te aseguro que no consentiré nunca más que ni demonios ni ángeles del cielo tengan poder sobre mí ni mi cuerpo, que nadie, ni ser humano ni celestial arrastrará jamás mi trasero de zoco en calondra cómo diría mi  padre. A él, al dios del oro que te ayudó a comprar la vaca con la que pagaste a mi salvador y sólo a él veneraré en mi nuevo destino.



¿Estás enfada conmigo, querida? No podía despedirme, no después de lo sucedido. ¿Preferirías que me hubiera quedado a tu lado? De ser así mi cuerpo colgaría ahora de algún portazgo como antes de embarcarme pude ver el cuerpecillo desmirriado del nuevo dueño de la vaca. Te juro, dorado plumón, que no fui responsable de las muertes del vicario y del coadjutor. Quién podía imaginar que el rencor no sólo anidaba en mi corazón sino que en el del mozalbete se criaba una Quimera. Que los abusos a los que me sometían diariamente eran menudencias comparados con los que le hacían sufrir a él.

En realidad cumplió las promesas que nos hizo a las dos y su odio limpió mis manos de sangre. Porque has de saber que aunque no fui yo quién les rajó los cuellos, sí que agonizantes en el suelo les clavé una horca con gran  saña en sus partes pudendas, esas que con tanto orgullo habían exhibido ante mí, las que se habían refocilado en mis carnes. Y no sabes cómo disfruté cortándoselas, lo mismo que cuando condimentadas con sal y pimienta me las comí churrascadas en la lumbre.



¿Me convierte eso en asesina? A los ojos de la Justicia de la Corona sin duda, espero que no a los tuyos, querida Raquel. Después de semanas prisionera tenía hambre. Y no, no lamento haberme entretenido al amor del fuego mientras se retostaban sus criadillas perdiendo así el tiempo preciso para acabar con la señora K. Grande había sido mi suerte hasta entonces y no quise arriesgarme a ser atrapada, por eso huí antes de que la luz del alba convirtiese mi venganza en una cochinada.

Cuando el chiquillo regresó para liberarme después de poner a salvo su vaca ya había caído la noche y la niebla andaba baja. Me entregó un mendrugo de pan y un trozo de lengua estofada por todo alimento, y no te lo reprochó, sé que no fue tu culpa, que él se comió los chorizos, el jamón y todo lo que para mí le diste. Al menos dejó junto a la cama las sayas y el refajo antes de largarse. Te aseguro que no dijo palabra, que en ningún momento me avisó de su asesina intención.


Cuando acabé con tan escasas viandas recobré un poco las fuerzas, y aunque me sentía afiebrada y muy débil me vestí, no quería permanecer ni un minuto más de lo preciso en aquel infecto lugar, no podía arriesgarme a que alguno de mis torturadores se presentara. Así que como pude, medio turulata, pero decidida en el corazón me levanté y caminé hacia mi libertad. No me preguntes, no me preguntes si tenía algún plan porque sólo pretendía escapar.

Sí, Raquel, me han tenido prisionera en la cripta de la vieja Abadía de G. Nada más subir los escalones del cuchitril dónde me escondían, el sudario de la niebla me envolvió. Ni techo, ni nervaduras, ni cielo quedaban en aquellas ruinas. No me amilané por los monstruos que tras las columnas medio derruidas se escondían ni por las manos engarfiadas de los caballeros normandos que las construyeron que me rozaban la piel a mi paso, corriendo a través de la lechosa bruma recorrí lo que debió ser la nave central.


Sin cielo ni estrellas para guiarme avancé hacia lo que creí campo abierto, con tan mala suerte que cuando me di cuenta me había estampado en la frente el cordero pascual que tenía esculpido sobre el arco de la puerta. Perdí el conocimiento, querida, no sé por cuanto tiempo, el caso es que cuando me desperté ya todo a mi alrededor era un manto blanco. A tientas, avanzando con los brazos extendidos por delante continué la huida, con los oídos abiertos, temblando de frío y miedo, temiendo no ya a los espectros que parecían acecharme desde todos lados sino a que los vivos reconocieran mi aliento.


De pronto a lo lejos me pareció oír el resonar de un cencerro, me dije que debía haber avanzado hasta una granja y entonces me percaté que los tiritones de mi cuerpo ya no eran sólo por la fiebre sino también por el frío que con la niebla se caldeaba en mis huesos. Mi aventura había comenzado en verano y me dio por pensar que finalizaría allí, aquella primera noche aciaga de otoño, porque de pronto el barro me atoró los pies derribándome.

Me incorporé como pude y apoyándome en los brazos avancé, avancé poco a poco hasta que el sordo repiquetear del cencerro, que nunca debió existir, sino ser el retumbar de mi sangre en el cerebro, se transformó en el alegre titilar de unas gotas de lluvia sobre el cristal. Llovía y la lluvia no era amarga como la bruma sino dulce como la libertad. Y me puse en pie. Si Raquel con todo mi cuerpo dolorido me levanté, la niebla me abrió paso y todo el mal que hasta entonces me había rodeado se esfumó. 


Ante mí se levantaba una casa de piedra y a través de las ventanas se esfumaban los calores y el cobijo de un buen fuego. A punto estuve de llamar, sólo una punzada en el corazón me hizo retroceder cuando ya mi puño rozaba el cristal. Pensé que no había caminado por toda la eternidad para ir a caer en manos de otros demonios, y entonces, precavida, me asomé y lo que vi ya no me dio miedo, al contrario, todos mis tendones, mis músculos y mis nervios entonaron el Gloria.

Allí frente a mí, cómodos y bien calientes los demonios se zampaban una suculenta cena. Me moví rápido, corrí hacia las caballerizas y me apropié de la horca, con ella en la mano, bien empuñada caminé hacia la puerta de servicio; no sabía si quería sorprenderles o no, sólo quería…, sólo quería probar la consistencia de sus carnes como ellos habían probado la mía.




Cuando ya estaba por llegar una mano surgiendo de la oscuridad me retuvo, era el chiquillo, en su mano empuñaba un cuchillo de carnicero. Se llevó los dedos a la boca imponiéndome silencio. No me preguntes Raquel porqué le seguí, sólo sé que lo hice, tampoco que fuerza sobre humana lo embargo para ser instrumento de mi venganza, no me importa. Sólo sé que  abrió con estrépito la puerta que los protegía a ellos, los monstruos, de nosotros, los seres humanos y que antes de que pudieran reaccionar ya le había rajado el cuello al coadjutor. Tinto de sangre se dirigió a un tembloroso vicario que con los ojos desorbitados, con los belfos temblorosos ni siquiera era capaz de invocar a su dios, sólo dijo no, cuando el chiquillo se le acercó.

Y cuando los vi a ellos a los torturadores nadando en su sangre, sin poder contener el caudal que de sus heridas se les escapaba me acerqué y primero a uno y después al otro y les hinque con las escasas fuerzas que me quedaban la horca. Luego, golpee al chiquillo con el atizador de la lumbre, le arrebaté el cuchillo, a los demonios les corté las gónadas y me alimente. No eran muy sabrosas y las del vicario resultaron demasiado correosas, pero al menos me dieron la fuerza suficiente para caminar hacia la costa. Para llegar al mar. A la salvación.