El próximo año Alfonso Aramburu cumplirá ochenta años de edad. Sin embargo, este arquitecto de profesión pero artista de devoción y convicción, asegura que nunca fue receptor de tantos elogios y parabienes como los que en el ocaso de su carrera está recibiendo por sus pinturas en uno de los pasajes de Matalascañas que conducen a la playa, en la zona de Caño Guerrero.

Su último y altruista trabajo viene bajo la firma de un arte urbano que en el subconsciente colectivo vinculamos a artistas jóvenes, subversivos y capaces de romper los estereotipos establecidos. Pero éste es precisamente el espíritu del que hace gala el incandescente e indómito Aramburu, quien en materia de creatividad artística nada tiene que envidiar a los más mozos grafiteros. Al igual que ellos, el iconoclasta onubense utiliza cualquier herramienta del paisaje para construir arte, si bien lo hace a base de motivos y elementos costumbristas.

En las paredes blancas características de la Costa de la Luz, el veterano arquitecto construye una de sus mejores piezas artísticas, rompiendo las barreras y corsé de las galerías más reputadas; logrando, además el aplauso unánime de la sociedad. Un lujo sólo al alcance de alguien que es capaz de exponer, con la misma sencillez, en las galerías de la glamurosa ciudad de París que en un pasaje que conduce a ese mar de Doñana que tanto adora. Su paraíso atemporal en el que veranea desde hace tres décadas y media.

El éxito de su trabajo ha sido tal que una iniciativa popular ha reclamado que el pasaje urbano pase a llamarse Aramburu. El Ayuntamiento de Almonte ha cogido el guante y el equipo de gobierno elevará a pleno esta iniciativa con la que reconocer no sólo al autor de la obra, si no dar lustre a un pasaje que se ha convertido en un reclamo turístico.

En el lienzo costero Alfonso nos ofrece una constelación de paisajes marineros. Barquillas que fondean en la arena mientras que la playa infinita se dibuja al fondo del paisaje; pequeños pesqueros preñados del iconográfico marisco de nuestros mares; exornos florales que sazonan el frío e inerte hormigón, para llenar de incandescente luz y color el paseo de los viandantes.

Durante la temporada estival más de un centenar de personas anónimas, que en muchos casos no han pisado en su vida un museo, se retrataban con orgullo frente a estos cuadros costumbristas para subirlos a la red. La democratización de la red contribuyó a que estas imágenes se viralizasen y dieran una nueva dimensión al trabajo del veterano orfebre de los pinceles.

Su firma en el pasaje costero ha servido para que muchos jóvenes se acerquen a su pintura, tal como reconoce el propio Aramburu. Desde entonces no han parado de lloverle ofertas de nuevos trabajos como en El Hostal Victoria, en la propia Matalascañas. De su trabajo también se han hecho eco varios propietarios de chalets en El Rocío y Villamanrique, que lejos de querer un lienzo para presidir su salón le han pedido directamente que deje su impronta en las fachadas de sus edificios.

Aramburu reconoce que le reconforma infinitamente más abandonarse al arte pictórico que hacerlo al arquitectónico, aun cuando ambos tienen lazos en común y son en sí mismas herramienta creativas. No obstante, mantiene que mientras la segunda disciplina ha de verse sometida y constreñida por "infinidad de leyes, ordenanzas y normativas municipales en materia urbanística" que delimitan y constriñen la creatividad, en "la pintura soy totalmente autónomo". Libre, sin corsés que le predefinan temáticas, trazos, tonalidades, perspectivas o materiales.