1. Los chimpancés del bosque Arbitru, en Senegal, padecían a su líder, el feo Foudouku. Un chimpancé negro y colosal, y un gran tirador de piedras: su puntería era infalible, podía golpear en la cabeza a un contrincante desde una distancia de diez metros.

Tal vez por eso Foudouku era severamente respetado y tal vez por lo mismo extremó los privilegios de mandar. Se acostumbró a tomar para sí la mitad de las naranjas y los plátanos que había recolectado la tribu y se los llevaba abrazados hasta arriba de la loma arbolada, para comerlos a solas.

Luego bajaba a donde el grupo descansaba y lanzaba piedras, por la mera diversión de ver a sus súbditos machos huir gritando y a las hembras hacerse un ovillo tembloroso.

Todo cambió el día que Faudoku tropezó con una raíz, cayó al piso y se fue rodando un tramo, hasta golpearse la cabeza contra un tronco.

De pronto estaba rodeado de chimpancés. Fue una hembra la primera que le saltó encima. A continuación el macho beta le mordió la garganta y al mismo tiempo un par de machos jóvenes le mordieron un muslo y los genitales. El griterío y las mordidas se volvieron de una violencia máxima, y de pronto cesaron.

Entre cuatro chimpancés tomaron el cuerpo del tirano herido por cada una de las extremidades y lo mecieron una y otra vez, hasta lanzarlo por encima del borde de la cañada. El impacto al fondo rocoso lo mató.

El primatólogo Sebastián Zúñiga relata estos hechos antes de concluir que la Justicia existe entre los chimpancés. “Las guerras por el Poder involucran típicamente a dos chimpancés, a veces incluyen al lugarteniente de cada cual. Pero las sublevaciones de toda una tribu en contra de la tiranía de un macho alfa, merecen el nombre de guerras por la Justicia. Su objetivo no es la venganza, es desterrar al Mal de la tribu”.

2. Los cuatro hombres subieron al camión en la parada de La Marquesa, la zona boscosa, y se repartieron por el vehículo.

Pasado un kilómetro, el que iba en la parte más delantera adelantó un revolver hasta la sien del chofer y le explicó que debía seguir en marcha. Al mismo tiempo los otros tres asaltantes extrajeron tres armas y con palabras soeces anunciaron lo obvio. Esto era un asalto y los pasajeros deberían entregarles sus carteras, celulares y bolsos.

Un asaltante se plantó en el pasillo con los tenis separados y el arma al frente. Los otros dos empezaron a recoger en dos mochilas las pertenencias de los dóciles pasajeros: los asaltos en la zona eran ya de rutina.

Entonces en el asiento más posterior, un tipo alto y con el pelo al rape se alzó disparando. Dos asaltantes cayeron sobre distintos pasajeros, heridos. El tercer asaltante apuntó al hombre, pero una mujer a su espalda le soltó un bolsazo en la cabeza y al perder el equilibrio un señor le clavó el puño en la cara.

El chofer notó la distracción del asaltante que lo amagaba y frenó hasta el fondo: el frenazo lanzó al último asaltante armado contra el parabrisas, que se cuarteó.

El justiciero dio entonces instrucciones precisas. Había que bajar los cuerpos de los asaltantes heridos al pavimento de la carretera. Se hizo y él mismo bajó y los remató con su revolver. Luego entregó las dos mochilas con las pertenencias de los pasajeros a la señora de los bolsazos y se despidió. Se iba porque podía llegar la policía del Estado de México y según su decir “esos son los jefes de los asaltantes”. Lo vieron perderse entre los troncos de los pinos.

Cuando se interrogó a los pasajeros sobre el aspecto de aquel hombre alto de cabello al rape, para lograr un retrato hablado, las autoridades tuvieron que reconocer que era un ser imposible. Según los pasajeros fueron narrando, medía 1.70 metros, no: 2 metros, no: 3 metros, y era moreno, trigueño, rubio y de raza afroamericana.

3. Una vez que se le declaró presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador visitó al presidente que terminaba su mandato, Enrique Peña Nieto, en el Palacio Presidencial.

Tomaron asiento a solas en un salón. Andrés Manuel calculaba que Enrique había robado personalmente al Estado un mínimo de 6 mil millones de pesos y había amparado robos de por lo menos cincuenta veces esa cifra.

—No olvido —le dijo Andrés Manuel—, pero perdono, porque soy un hombre bueno.

—Ah qué alivio –dijo el ladrón, gratamente sorprendido.

Desde entonces el expresidente vive en una mansión de billonario en España y tiene una nueva novia, espigada y rubia, y en México, cada que el presidente López Obrador habla del perdón, las multitudes le replican a coro:

—Justicia. No perdón. Justicia.

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