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Tribuna
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Una sangría que no cesa

Todavía hay muchos hombres que consideran que la libertad conquistada por las mujeres atenta contra la esencia de su identidad

Enrique Echeburúa

Los casos de violencia grave contra la mujer se suceden a un ritmo preocupante, sin que la mayor sensibilización social y las medidas adoptadas por las Administraciones Públicas se muestren capaces de frenarlos. Todavía hay muchos hombres que consideran que la libertad conquistada por las mujeres atenta contra la esencia de su identidad. En estos casos el abandono por parte de la pareja desata en el agresor una reacción visceral que puede acabar incluso en un homicidio. Lo importante para ellos es la concepción de la mujer como propiedad y como persona sumisa, así como la creencia en la violencia como una estrategia adecuada de solucionar sus problemas y de conseguir sus objetivos.

La Ley Integral contra la Violencia de Género (Ley 1/2004) ha elevado el nivel de protección de las víctimas de maltrato y ha contribuido a que la violencia machista haya pasado del ámbito de lo privado a lo público. Sin embargo, cuando se toma como referencia el asesinato de las víctimas, las 824 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en España entre 2003 y 2015 muestran dramáticamente el profundo enraizamiento social del mal y la dificultad para combatirlo. La Ley no ha conseguido frenar la sangría de asesinatos y evitar la muerte de las mujeres a manos de sus parejas despechadas, ofuscadas o resentidas.

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Lo que lleva a un hombre a matar a su pareja es el machismo arraigado, la dependencia emocional, la impulsividad o los celos. En las actitudes del hombre feminicida predomina la falta de expectativas de futuro. En realidad, la violencia contra la pareja es una violencia por compensación: el agresor intenta vencer sus frustraciones con quien tiene más a mano y a quien considera culpable de su desgracia. Si ataca a su mujer cuando le abandona, es porque se siente profundamente herido a nivel emocional.

Mención aparte merece el papel del abuso de alcohol u otras drogas. El alcohol deteriora la capacidad de autocontrol, envalentona al agresor y echa a pique los delgados muros de contención de la ideología patriarcal en la que se ha socializado. Es decir, el agresor, bajo los efectos del alcohol, ataca a una persona vulnerable (su pareja), lo hace con unas actitudes de menosprecio hacia ella, que generan una respuesta emocional intensa (la ira, el odio o la venganza), y elige un territorio relativamente a resguardo (la casa). Por ello, el alcohol por sí solo no explica la violencia contra la pareja.

A diferencia de otros delincuentes, muchos agresores se entregan a la policía o acaban por suicidarse después de matar a su pareja o expareja. El sujeto percibe que ya no tiene nada que perder, sobre todo cuando vive solo, no tiene amigos o ha perdido el trabajo. Los homicidas-suicidas son hombres más o menos integrados y adaptados socialmente. Por ello, rehúyen tener que enfrentarse a la censura pública por haber dado muerte a su pareja. Se trata de un suicidio evitativo, cuyo objetivo es evitar las consecuencias posteriores del homicidio (rechazo social y castigo penal).

Resulta difícil entender por qué solo una minoría de las víctimas pone en conocimiento de la policía o de la Justicia las vejaciones sufridas

La mayoría de las víctimas mortales no se atreven a denunciar, se mantiene el muro de silencio de vecinos y familiares y las órdenes de alejamiento no bastan para frenar a todos los agresores empeñados en matar, y muchas veces dispuestos a morir. De hecho, solo un 20% o un 30% de las víctimas de asesinato presentan previamente una denuncia por maltrato. Ello quiere decir que en la mayor parte de los casos no se ponen en marcha las medidas de protección policiales y judiciales para custodiar a las víctimas. Además, más del 60% de las víctimas mortales tienen hijos, lo que evidencia el efecto expansivo de la violencia ejercida.

Resulta difícil entender por qué solo una minoría de las víctimas pone en conocimiento de la policía o de la Justicia las vejaciones sufridas. Muchas mujeres se han habituado a un estilo de conducta violento, subestiman el riesgo real de una violencia grave, sobrevaloran sus propios recursos para controlar la situación, tienen temor a la reacción del agresor ante la denuncia o quieren evitar el estigma social de presentar una denuncia contra quien es el padre de sus hijos. En definitiva, el miedo, la vergüenza y la dificultad para reconocer la dramática situación son los responsables de esta ocultación.

La víctima se enfrenta a dos problemas: a) la falta de conciencia y la tolerancia a la agresión, que se acompañan de una disminución de la autoprotección o de la búsqueda de protección externa; y b) la ambivalencia de la víctima (resultado de la doble identidad de la mujer como persona y como madre), cuando ya ha detectado y tomado conciencia del riesgo. Así, puede llegar a retirar una denuncia o a acogerse al derecho de no declarar contra su pareja.

El momento clave, cuando la mujer tiene mayor capacidad de elección, es al comienzo de la relación de pareja, cuando se está en la fase de exploración mutua. A veces el radar interno le dice a una mujer que un chico no es trigo limpio y algunas señales encienden las luces rojas. Las señales de alarma funcionan, en relación con la violencia, como los precursores de los terremotos o de los volcanes. La intuición de la mujer actúa a su servicio y es anterior al enmascaramiento de la realidad que puede producirse más tarde. Las palabras engañosas en plena pasión romántica pueden encubrir conductas inaceptables. A las personas hay que valorarlas por lo que hacen, no por lo que dicen.

Más tarde la mujer cuenta con una serie de hipotecas que dificultan la toma de decisiones: una historia de amor, hijos en común, etcétera. Así, hay muchos comportamientos que la mujer identifica como muestras de amor y que son en realidad señales de lo que puede convertirse en una relación violenta, como el control excesivo, el acoso, los celos o las humillaciones reiteradas.

Pero incluso si se detecta la violencia solo cuando ya la relación está ya consolidada, hay que actuar con determinación. En este caso, y al margen de que la solución a este problema deba venir por una educación igualitaria y una red social de protección a la víctima, cada persona debe estar atenta en sus relaciones de pareja para detectar las señales de peligro y actuar en consecuencia, buscando las ayudas precisas.

Enrique Echeburúa es catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco y académico de Jakiunde. Es autor del Manual de violencia familiar (Madrid, Siglo XXI/Akal).

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Enrique Echeburúa
Es catedrático emérito de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), académico de número de Jakiunde (Academia Vasca de las Ciencias, Artes y Letras) y de la Academia de Psicología de España. Ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Investigación en Ciencias Sociales 2017 por su trayectoria científica e investigadora.

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