La sangre lleva corriendo miles de años por Tierra Santa. Allí se encuentran grabadas las cicatrices de las batallas libradas entre las tres grandes religiones monoteístas del mundo. En Jerusalén, los judíos construyeron el Templo de Salomón para albergar el Arca de la Alianza con sus diez mandamientos. Allí también fue crucificado Jesucristo, cuya doctrina se fue extendiendo tan ferozmente que se asentó como la religión oficial del Imperio Romano, allá en tiempos de Constantino el Grande en el siglo IV. Pero también es santa para los musulmanes porque desde allí, Mahoma subió al cielo.
“El que no tome la cruz y me
siga, no es digno de mí”. Con estas palabras acabó su discurso el papa Urbano
II en el concilio de Clermont en el año 1095, en el que convocaba la Primera
Cruzada. Prometió el perdón de los pecados a los voluntarios y les invitó a
tomar Tierra Santa, invadida por los musulmanes cuatro siglos atrás, y así
salvar a la humanidad de los infieles. Una horda de cristianos exaltada por la
fe se adhirió de forma masiva y entusiasta para, tan solo cuatro años después,
recuperar Jerusalén.
La nueva estabilidad adquirida en oriente se extendió por todos los confines de Europa y promovió el peregrinaje para visitar los Santos Lugares. Pero pronto los caminos se infestaron de bandidos y salteadores, así que con el propósito de proteger la vida de los peregrinos, surgió un grupo de caballeros devotos de Dios. Contaron con el beneplácito del rey Balduino II, por lo que les cedió una sala de su palacio, ubicado donde antaño se encontraba el Templo de Salomón, de ahí el nombre de Caballeros Templarios.
Partiendo de únicamente nueve
caballeros, con el francés Hugo de Payns a la cabeza (a la sazón primer Gran Maestre),
los Templarios llegaron a ser un ejército de miles de hombres. Pero además de
ser disciplinados guerreros, eran monjes: hacían votos de pobreza, obediencia y
castidad. Tal fue su labor, que en el año 1129, la Iglesia convocó en Troyes un
Concilio para reconocer oficialmente a la Orden del Temple y le otorgó un poder
sin precedentes.
Durante doscientos años, los Templarios
acumularon poder y riquezas, merced a donaciones y una rentable administración
de sus propiedades a lo largo y ancho de los reinos cristianos de Europa y
Tierra Santa, se hicieron con el control de importantes fortalezas y crearon
encomiendas para su explotación económica. Además, la necesidad de gestionar
los recursos para sustentar las Cruzadas, propició que la Orden desarrollase un
eficiente sistema bancario, en el que confiaban tanto la nobleza como la
realeza.
Y durante doscientos años
aplastaron a los musulmanes en cruentas batallas. Sin embargo, el apoyo a las
Cruzadas menguaba en Europa, a la par que una nueva fuerza sarracena germinaba
en Oriente de la mano de Saladino. A finales del siglo XIII, y después de ocho
Cruzadas, Tierra Santa al completo era de nuevo islámica, obligando a los
Templarios a huir.
El destino de la Orden recayó en
un nuevo Gran Maestre, el también francés Jacques de Molay. Tras intentar sin
fortuna reorganizar un ejército para una eventual e ilusoria reconquista, los
Templarios volvieron a Francia. Y aunque habían fracasado en su misión inicial,
seguían teniendo una gran influencia política, territorial y económica, lo que despertó
el recelo y la codicia de los poderosos de su tiempo, sobre todo del Rey Felipe
“el Hermoso” de Francia y el Papa Clemente V.
Entre ambos pusieron en marcha un
despiadado complot contra los Templarios. Bajo acusaciones falsas, y las
tradicionales utilizadas por la Iglesia de la época en los casos de herejía, hicieron
detener a todos los miembros de la Orden y confiscar sus bienes, en lo que
probablemente fue la primera operación “policial” a gran escala en la historia
de Europa. El día elegido para tal acción fue el viernes 13 de octubre de 1307,
hecho al que se atribuye la leyenda de los malos augurios asociados a este día
de la semana cuando cae en 13.
Recreación de la ejecución de Jacques de Molay en el juego Assassin's Creed Unity. |
Tras siete años de encarcelamiento y torturas, los Templarios salen de la Historia para entrar en la leyenda. El último Gran Maestre, Jacques de Molay, es quemado en la hoguera como hereje no arrepentido frente a la Catedral de Notre Dame de París y, en su último aliento, mirando fijamente al Rey y al Papa, profirió su célebre maldición. En ella les conmina a presentarse ante el juicio de Dios antes de un año y la extiende a trece generaciones. Casualidad o no, ambos mueren durante ese año y trece generaciones después culmina la profecía, en concreto el 14 de julio de 1789, con el estallido de la Revolución Francesa.
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