JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Mi libro del año

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Para mi ventura, el año que languidece ha sido pródigo en libros, prototipos ideales de ventanal, claraboya y lucernario, grietas para seguir confiando, pese a todo, en que la humanidad merece algo más que la aniquilación. A diferencia de las hojas ya decrépitas del castaño al que se asoman mis ventanas, los libros de 2016 aún viven en los pliegues de la memoria y, como dolencias, dejaron cicatrices, me agotaron con la rugosidad de una noche de amor. Puedo ante ellos decir, como el viejo boxeador: "Hasta que estás cansado no aprendes nada".

Hubo muchos, no todos de esa categoría que llaman, con exceso de confianza en el presente, ‘novedades’. Parpadeé, aterido en la noche alemana, resonante otra vez por el griterío de las nuevas bestias hitlerianas, con KL –del alemán Konzentrationslager–, donde Nikolaus Wachsmann traza la primera historia con predominio oral de los depravados campos de concentración y su alemanidad. Con otra narración de múltiples voces, Los muchachos de zinc, de Svetlana Alexievich, viví la miserable invasión soviética de Afganistán desde la piel de los masacrados.

Me hice dueño con retraso –el tiempo de los libros no conoce el absolutismo de los almanaques– de la serie 'noir' de Pierre Lemaitre sobre un inspector de policía acondroplásico y depresivo que caza monstruos desde el discernimiento de ser un monstruo él también: "Se miraba en el espejo, directamente a lo hondo de los ojos y (…) sentía como un vértigo hipnótico que lo obligaba a sujetarse al lavabo para no perder el equilibrio". También descendí a dos novelas de Rosa Ribas que hielan el alma, Don de lenguas y El gran frío, situadas en el país de ratas y mutismo de la España del barranco franquista.

Con el elegante Ricardo Piglia (Los diarios de Emilio Renzi) confirmé otra vez que los diarios autobiográficos son también un avatar del periodismo –"cambian las circunstancias, las personas, los hechos, pero la sintaxis es siempre la misma"– y con El bar de las grandes esperanzas, de J. R. Moehringer, soñé que todavía queda posibilidad para ser Huckleberry Finn y participar de la comedia humana.

Mi ‘libro’ de 2016 no es ninguno de los citados, ni de las otras decenas que me dejo en el arcón. "Todo el ritual es silencioso y fluido como la sangre", dice en uno de sus relatos –eléctricos, inesperados, tan felices como tristes, tan vulgares como bellos, tan desconcertantes como cotidianos...– Lucia Berlin [deben pronunciarse con acentuación aguda pese a la carencia de tildes y el nombre, ‘Lusía’, casi a la italiana, casi a la mexicana], que ha reventado mi alma con Manual para mujeres de la limpieza. Mi librero de confianza, Alberto, más veraz que un confesor, resumió el asunto: "La primera obra maestra que publica Alfaguara en varias décadas".

Cuidadora de ancianos y toxicómanos, telefonista, limpiadora, alcohólica con varios vaivenes de entradas y salidas, tres veces casada y otras tantas cansada, cuatro veces madre, jorobada por una doble escoliosis, profesora de escritura en varias universidades y también en su proyección dorsal, varias cárceles, Berlin vivió entre 1936 y el día de 2004 en que cumplía 68 años, cuando un cáncer nos la hurtó demasiado pronto –se albergaba en una caravana aparcada en el garaje de un hijo–. Sólo culminó 77 cuentos, todos abrasadores, espontáneos y manchados de vida personal, una corriente fantasma que enhebra los relatos unos con otros y procede, sospecho, del extraterreno tono aguamarina de los ojos de esta narradora perdida que ha demolido las obras completas de Carver, Cheever y Bukowski.

Nómada –vivió en Alaska, Texas, Santiago de Chile, Nuevo México, California, Nueva York, DF y Colorado– y sólo conocida en algunos misteriosos oratorios del gremio, era una ‘escritora de escritores’ que solo vendió mil ejemplares de los cuatro volúmenes que editó en vida. Al fin la mercadotecnia editorial la ha dejado salir del zulo. En la antología, la primera en español, hay gente maltrecha pero audaz, perdedores que triunfan, indios en lavanderías, borrachos con algo muy importante que decir, donuts que hacen milagros en las salas de espera, vertederos donde suenan canciones de Janis Joplin, metadona-basura y, sobre todo, la mirada aguamarina de la que nada escapaba de una escritora para quien lo único necesario era permitir al lector sacar conclusiones, no ser falsa ("puedo exagerar, pero nunca miento", decía) y no dedicarse a esa artesanía tan en boga de dramatizar: "No me importa contar a la gente cosas horribles si puedo convertirlo en algo gracioso".

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