Las llamadas terapias de conversión —a las que son sometidos, por su orientación sexual, tanto adultos como menores de edad— deben ser prohibidas mediante ley en Puerto Rico.
Pero, ante la perspectiva de que es final y firme la decisión de los líderes de la Cámara de Representantes de no dar paso al proyecto del Senado (PS 1000) que proscribe esta terapia supuestamente reparativa, la respuesta más prudente, más justa y más urgente debiera ser, entonces, la prohibición por orden ejecutiva de esta incivilizada práctica, violatoria de derechos humanos.
Obra bien el gobernador Ricardo Rosselló al anunciar que se propone en los próximos días instituir su prohibición por vía ejecutiva, consciente de que “la idea de que hay personas en nuestra sociedad que necesitan tratamiento debido a su identidad de género o a quiénes aman no solo es absurda, sino que es perjudicial para tantos niños y jóvenes que merecen ser tratados con dignidad y respeto”.
La medida, coautoría de los senadores Zoé Laboy, Eduardo Bhatia y Juan Dalmau, fue aprobada en el Senado el pasado 7 de marzo. Del comportamiento de la Cámara en cuanto al “estudio” y tratamiento de la pieza pudiera interpretarse que —desde antes de que llegara a sus manos— los líderes de dicho cuerpo legislativo ya tenían su “veredicto”.
El récord periodístico indica que la Comisión cameral de lo Jurídico no procuró —y además se abstuvo de recibir— los testimonios de personas que, siendo menores, vivieron en carne propia los rigores del cuestionado e irregular procedimiento. Este rechazo a la razón indica que hay sectores sociales y políticos en nuestro país para quienes, por encima del derecho, es el prejuicio el que debe tener supremacía.
Las terapias a cuya prohibición el liderazgo cameral se resiste —y a las que son sometidos principalmente niños y adolescentes a quienes se pretende “cambiar” su orientación sexual— son ejecutadas por consejeros espirituales que, como reseñara EL VOCERO el 19 de febrero pasado, rechazan toda identidad de género que no responda a la heterosexualidad.
Inspirados no en la ciencia, sino en el dogma, este tipo de sesiones también las conducen sicólogos quienes, a decir de expertos, incurren con ello en violaciones muy serias a la ética profesional.
Según testimonios que hemos reseñado, en uno y otro campo —en el de los orientadores espirituales y en el de los sicólogos—, estas terapias se realizan desde la óptica de que todo tipo de relación de pareja que no sea heterosexual es abominable.
Contrario al argumento del liderazgo cameral para justificar la muerte del proyecto, el problema de las terapias de conversión sí existe en Puerto Rico y es necesario que se erradiquen con reglamentación taxativa, que lleve a todo el que la contravenga a responder por sus actos.
Esta actitud de retranca en materia de derechos tiene importantes opiniones científicas en su contra. En 1973, la Asociación Americana de Sicología eliminó como categoría clínica la homosexualidad, a la que no considera un “trastorno mental”. Esto ayuda a comprender, entonces, que son estas terapias las que sí constituyen un marcado trastorno en nuestro ordenamiento social.
En Estados Unidos, donde el problema se ha podido documentar, cerca de 700,000 miembros de la comunidad Lgbtt, de entre 18 y 59 años, revelaron haber sido sometidos a estas terapias —unos 350,000 de ellos cuando eran adolescentes—, según un estudio del Instituto Williams de la Escuela de Derecho de la Universidad de California. En Puerto Rico necesitamos romper el cerco que impide la documentación de esta tragedia.
Esperamos la firma de la orden ejecutiva por parte del gobernador y que la misma abone el camino para que —cuando haya una mejor actitud en la Asamblea Legislativa— la prohibición de las terapias de conversión se produzca mediante ley.
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