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MIRADOR
Columna
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Librerías

Parece que todo lo que no sea moderno, entendiendo por moderno todo aquello que nos aleje de los demás, está condenado a desaparecer

Julio Llamazares

Cada día desaparecen en España dos librerías. Si fueran bares no importaría, porque hay cerca de un millón, pero las librerías no llegan a 5.000, con lo que, al ritmo al que vamos, en 10 años habrán desaparecido todas. Ya ha ocurrido, de hecho, en ciudades como El Ejido, que con 100.000 habitantes no tiene una sola librería abierta.

A estas alturas de la columna muchos lectores habrán dejado de leerla convencidos de que no va con ellos, ya que compran los libros en Amazon o se los descargan directamente de Internet, pero yo les pediría un poco más de paciencia aunque solamente sea por consideración a unos establecimientos en los que durante siglos y todavía hoy hemos hallado refugio al igual que en los bares y en los cafés, que también están desapareciendo para nuestra desgracia. Últimamente, parece que todo lo que no sea moderno, entendiendo por moderno todo aquello que nos aleje de los demás, está condenado a desaparecer.

Las librerías son, pues, sólo unas damnificadas más de un mundo que es cada vez más virtual y menos tangible y que considera el contacto humano anticuado y una pérdida de tiempo; un mundo que prefiere la irrealidad del ordenador y la soledad de los no lugares, ya sean grandes superficies, supermercados con dependientes autómatas, estaciones de servicio en las que ni siquiera hay vigilante ya o cafeterías self-service, al comercio de siempre y al empleado de carne y hueso, ya sea éste camarero, farmacéutico, tendero o dueño de librería. En el caso de los libreros, además, su oficio lucha contra otro mito de la modernidad virtual, que es el de que el papel se acaba.

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Será que uno está acabado también o que se niega a aceptar una forma de vida que hace de la deshumanización su norma, lo cierto es que cada vez más reivindico lo real, entendiendo por real lo que se puede tocar, da igual que sean cosas o personas. Si se trata de cosas, prefiero que tengan peso, que sepan y huelan a algo, y si de personas que uno las pueda reconocer y nombrar, hablar con ellas y hasta hacerse amigo. Y eso, nos guste o no, es inviable pretender hacerlo con la cajera de la estación de servicio, de la cafetería self-service o de las plataformas logísticas con millones de libros apilados que te sirven por correo sin necesidad de contacto humano ninguno. Yo me resisto a ello y, por eso, cuando alguien se sorprende o me afea mi conducta por no tener blog ni cuenta de Twitter ni pertenecer a ninguna red social de esas en las que haces miles de amigos virtuales, ninguno de los cuales acudiría a tu entierro, contesto que soy más de bares. Y de librerías.

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