Azerbaiyán: atesorar el recuerdo de un ser querido desaparecido

27 agosto 2015
Azerbaiyán: atesorar el recuerdo de un ser querido desaparecido
Amalya Yolchiyeva, una "acompañante", visita a la madre de una persona desaparecida en la ciudad de Aghjabedi, Azerbaiyán. CC BY-NC-ND / CICR / Atraba Mammadova

Mi nombre es Amalya Yolchiyeva. Mi hermano, Pashayev Pasha, desapareció el 24 de abril de 1994. En ese momento sólo tenía 12 años, pero sigo recordando nítidamente cómo mi familia comenzó la larga y dolorosa búsqueda de mi hermano.

No podía aceptar ni comprender cómo una persona podía simplemente desaparecer, sobre todo un ser tan cercano y querido. Pero necesitaba seguir viviendo, para sostener a los familiares que quedaban y mantener viva su memoria.

Un día, recibí un llamado del CICR, invitándome a una reunión. Me explicaron que en ese encuentro también habría familiares de otras personas desaparecidas.

Fui a la reunión con dudas y esperanzas, pensando que tal vez recibiría noticias de mi hermano. Cuando entré en la sala, me sorprendí: ¡había tantas personas con el mismo problema que yo! Cuando nos conocimos y compartimos nuestras historias, el alivio al sentirme comprendida fue muy grande, y pronto comencé a participar activamente en las reuniones, que me ayudaron a conocer a otra gente.

Un día, una de las personas a cargo del programa me pidió que me quedara después de la reunión: quería que me incorporara al programa para así ayudar a otras personas.

Apoyar a las familias de los desaparecidos

Me invitaron a un curso de formación especial, donde recibimos más información sobre la organización y sensibilización acerca del impacto de las pérdidas ambiguas. También se nos impartieron capacidades básicas de asistencia social, para ayudar a las personas a enfrentar sus problemas y superar las dificultades que experimentan las familias como las nuestras.

Mi verdadero trabajo como "acompañante" comenzó en julio de 2014.

Algunas historias que me relataron las familias son imposibles de olvidar. Algunas personas me aceptaron de inmediato, como si fuera un familiar. Pero granjearme el respeto de otras, como Garibova Sadiga, me llevó más tiempo y esfuerzo. Su dolor había hecho que se encerrara en sí misma.

Zaur, el hijo de Sadiga, desapareció en 1994, como mi hermano. Era uno de sus cuatro hijos, pero Sadiga siempre se había sentido más cerca de él que de los otros. La primera visita fue la más difícil. Parecía que mi presencia no tenía ningún significado para ella y no mostraba interés alguno en lo que le decía; apenas movía la cabeza para asentir. Al verla tan triste y tan aislada de la sociedad, decidí seguir de cerca su caso y pedí permiso para visitarla de nuevo. Me sorprendió que aceptara. ¡Era todo un logro para mí!

Cuando la visité, me aguardaba otra sorpresa. Me encontré con una persona totalmente diferente. Descubrí su sonrisa, que no había podido ni imaginar. Me contó la historia de lo que había sucedido con su familia después de la desaparición de Zaur. La búsqueda infructuosa de Zaur agotó al padre del muchacho, que cayó gravemente enfermo. Ahora está completamente postrado; sufre de diabetes desde hace catorce años y hubo que amputarle los dedos de los pies.

Sadiga, que lo cuida, está en casa todo el día. No lo deja en ningún momento. Está convencida de que ella también se hubiera enfermado gravemente si no hubiese sido por sus hijas. Ambas están casadas y viven con sus propias familias. Cuando el esposo de Sadiga quedó postrado, trataron de hacer comprender a su madre que debía cuidar de sí misma para poder ocuparse de su padre. Eso la ayudó a fortalecerse.

Finalizó su relato diciendo: "Ahora yo cuido a mi esposo y nuestro hijo nos cuida a nosotros dos". Cuando entendí exactamente lo que quería decir, quedé sorprendida.

Me mostró la chaqueta de su hijo desaparecido. Naturalmente, era vieja, pero la madre la atesoraba. Estaba colgada en el corredor de la casa. Pero no era sólo un recuerdo de Zaur.

"Cuando cobramos nuestras pensiones, pongo el dinero en el bolsillo de la chaqueta de mi hijo. Eso me ayuda a creer que está vivo y que cuida de su madre y de su padre enfermo", explica Sadiga. "Hace años que pongo dinero en el bolsillo de mi hijo, y de ese modo siento su presencia junto a nosotros".