Muere Edita Gruberova, el ‘ruiseñor eslovaco’, a los 74 años

Fue la principal soprano de coloratura de su generación y una destacada intérprete de las óperas de Mozart, Donizetti y Strauss

La soprano Edita Gruberova, en Baden-Baden, Alemania, en 2013.ULI DECK (EFE)

No faltaba nunca una ovación cada vez que Edita Gruberova cantaba “und gewandelt um und um!”, el final del famoso monólogo de Zerbinetta, en Ariadna en Naxos, de Richard Strauss. Esa fascinación, que dejaba sin palabras a su personaje, contagiaba a todo el teatro. Y la experiencia, plagada de desparpajo escénico y pirotecnia vocal, se repitió durante más de doscientas veces en casi cuatro décadas. Desde su sonoro éxito en Viena, en 1976, hasta las asombrosas actuaciones que brindó a comienzos del nuevo siglo, como ...

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No faltaba nunca una ovación cada vez que Edita Gruberova cantaba “und gewandelt um und um!”, el final del famoso monólogo de Zerbinetta, en Ariadna en Naxos, de Richard Strauss. Esa fascinación, que dejaba sin palabras a su personaje, contagiaba a todo el teatro. Y la experiencia, plagada de desparpajo escénico y pirotecnia vocal, se repitió durante más de doscientas veces en casi cuatro décadas. Desde su sonoro éxito en Viena, en 1976, hasta las asombrosas actuaciones que brindó a comienzos del nuevo siglo, como la de 2002, en el Liceo de Barcelona, uno de sus teatros predilectos. Gruberova se retiró, en 2019, tras cumplir medio siglo sobre las tablas, y falleció ayer, 18 de octubre, en su casa de Zúrich, como consecuencia de un accidente doméstico. Faltaban dos meses para su 75º cumpleaños.

El “ruiseñor eslovaco”, como la conocían sus incondicionales, se identificaba con ese personaje de la ópera de Strauss. Lo cuenta Helena Matheopoulos, dentro de su libro de entrevistas con las grandes divas operísticas de los ochenta. Esa forma efervescente y optimista de afrontar los sinsabores de la vida. Una infancia marcada por un padre alcohólico en la Checoslovaquia socialista y después por un marido suicida que la dejó sola con dos hijas pequeñas. Gruberova se sobrepuso a todo y logró convertirse en la principal soprano de coloratura de su generación. Había nacido en Rača, en diciembre de 1946, dentro de una familia sin tradición musical. Fue su profesor del colegio quien la animó a estudiar canto en el conservatorio. Y debutó como Rosina, en El barbero de Sevilla, de Rossini, en la Ópera de Bratislava, en 1968, aunque dos años más tarde tuvo su primera oportunidad en Viena. Cantó como invitada La Reina de la Noche, en La flauta mágica, de Mozart, y obtuvo un contrato de formación.

Estuvo seis años cantando papeles menores en la Ópera de Viena, donde pasó completamente desapercibida, a pesar de haber debutado en Glyndebourne y en el Festival de Salzburgo con Herbert von Karajan. Pero Gruberova aprovechó el tiempo para preparar el difícil personaje de Zerbinetta con Ruthilde Boesch. Y su momento llegó, el 20 de noviembre de 1976, con el estreno en Viena de una nueva producción de Ariadna en Naxos, bajo la dirección de Karl Böhm, que había conocido al compositor y lamentó que no hubiera podido escucharla. Gruberova no solo era capaz de cantar con asombrosa naturalidad la dificilísima partitura de Strauss, sino que además comunicaba una alegría contagiosa. Ese éxito le abrió las puertas de los principales teatros internacionales, como el Met de Nueva York, el Covent Garden de Londres y La Scala de Milán.

Su siguiente reto llegó, en 1978, con el estreno en Viena de una nueva producción de Lucia di Lammermoor, de Donizetti. La ópera no se escuchaba en ese teatro desde la legendaria gira de La Scala con Karajan y Maria Callas. Y ese nuevo éxito la encaminó hacia el repertorio belcantista. Como soprano de coloratura, Gruberova tenía más volumen que una soprano ligera, aunque nunca dispuso del registro medio o de la voz de pecho de Callas y Joan Sutherland. Eso no le impidió desarrollarse como soprano de coloratura dramática con ciertas dotes líricas. Y afrontó con éxito grandes papeles de Donizetti como Lucia (que grabó en 1983 junto a Alfredo Kraus), Maria Stuarda, Anna Bolena, Lucrezia Borgia y Elisabetta I, de Roberto Devereux, con el que se despidió de los escenarios, en Múnich, el 27 de marzo de 2019. También destacó en personajes de Bellini, como Elvira, de I Puritani, y Giulietta, de I Capuletti e I Montecchi, cuya grabación, de 1984, con Riccardo Muti, sigue siendo una referencia.

En la última biografía publicada de Gruberova, titulada El canto es mi regalo (Bärenreiter/Henschel, 2012), el crítico Markus Thiel destaca la importancia de cinco directores de orquesta en su trayectoria. Aparte de Karl Böhm, admite la influencia de Richard Bonynge en su inmersión en el repertorio belcantista. El marido de Sutherland vio en ella a una digna sucesora y juntos hicieron excelentes versiones de Roberto Devereux y Anna Bolena, en el Liceo de Barcelona, en 1990 y 1992. Otro director fundamental para la soprano eslovaca fue Carlos Kleiber, que le animó a dar el salto a Verdi y cantó con él Violeta, de La traviata, en Múnich y Nueva York, en 1986 y 1989. Pero ese papel marcó el límite de sus posibilidades como soprano de coloratura, aunque ya lo había cantado desde 1968 y lo siguió cantando hasta el final de su carrera.

El cuarto maestro importante para ella fue Nikolaus Harnoncourt. Con él empezó cantando Bach en Viena y afrontó las óperas tempranas de Mozart en Zúrich, en los ochenta y noventa, como Lucio Scilla y La finta giardiniera. Además registró bajo su dirección tanto la Reina de la Noche como Donna Anna, de Don Giovanni, e incluso también hizo una excelente grabación de El murciélago, de Johann Strauss hijo. Y el quinto y último director determinante para Gruberova fue Friedrich Haider, que también fue su marido durante unos años, y con quien afrontó las últimas décadas de su prolongada carrera. Con él fundó su propio sello discográfico, Nightingale Classics, en 1993, y dirigió regularmente sus actuaciones en los últimos años, como el recital lírico de su debut en el Teatro Real, en 1999, y Lucia di Lammermoor, en 2001.

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