Luces Rojas

Solidaridad: de la retórica a la oportunidad

Javier de Lucas

Hace unos días discutía con unos amigos en Facebook sobre el tópico que señala que la solidaridad crece en los momentos de dificultades comunes, como éstos de la crisis del coronavirus. Una buena amiga, de las que no callan lo que piensan y además sabe argumentarlo, mostró su escepticismo ante lo que denominaba “solidaridad puntual”: “…cuando todo se calma, si estás mal, casi nadie se acuerda de ti. ¿Cuántos te llaman para saber cómo te encuentras y si necesitas algo? ¿Cuántos ancianos están solos, que cuando mueren nadie se entera hasta que empieza la cosa a oler mal? Cuánta gente se ha quedado sin trabajo y no encuentra nada a pesar de estar activamente en búsqueda, pero ¿cuántos se acuerdan de esta persona cuando saben de un empleo?”

Creo que mi amiga apuntaba certeramente. Lo peor que puede pasar con la solidaridad es la retórica vacía, la moralina, en el sentido nietzscheano, que la desvirtúa. Por eso me preocupa su exaltación efectivamente puntual, como una especie de salmodia que, a fuerza de entonarla, obrara milagros. Y los milagros, desgraciadamente, tienen poco que ver con el remedio a lo que nos ha caído encima.

Este malentendido, a mi juicio, tiene que ver con cierta caricaturización de la solidaridad como una suerte de versión laica de la caridad. Una virtud que nos llevaría a empatizar con los demás y a “hacer algo” por ellos. Se trata, en realidad, de dos errores: primero, el que hace de la solidaridad una cualidad digna de elogio, pero no exigible; esto es, lo que en filosofía moral se califica como una conducta supererogatoria. Admirable, sí, pero excepcional, propia de personas particularmente generosas. En ningún caso, un deber. El segundo error es el que reduciría la solidaridad a una actitud propia del que da lo que le sobra, es decir, de la versión farisea y habitual de la caridad como limosna. Por eso, la contradicción que señalaba mi amiga Bel y que, en cierto modo, es la inversión de la parábola de las vacas gordas y las vacas flacas de José: cuando nos sentimos en peligro y vemos que ese peligro afecta al de al lado, reconocemos al de al lado como uno de nosotros. Pero en cuanto desaparece la emergencia y retorna la normalidad, la prosperidad, volvemos cada uno a nuestros propios asuntos.

¿De qué hablamos cuando hablamos de solidaridad? El notable filósofo norteamericano Richard Rorty, “el filósofo de la ironía”, como le calificó Manuel Cruz, se ocupó de las contradicciones o asimetrías de la solidaridad en la aproximación pragmática al concepto que llevó a cabo en su importante Contingencia, ironía, solidaridad (1989), desde la pista obligada de Durkheim y la referencia al Derecho Romano, cuya concepción de las obligaciones in solidum está en el origen de la noción: son obligaciones de las que deben responder todos los que están unidos como socios de una persona jurídica, los que tienen una causa común, cuando surge el peligro común. Rorty enfatiza la diferencia entre una noción abstracta, universalista, de solidaridad (que le parece una aspiración justa, pero en todo caso una idea-guía, en línea con la habitual reducción del concepto de utopía) y la concepción que ancla la solidaridad en la distinción entre “nosotros” y “ellos”, menos ambiciosa, más fácil de concretar, más útil, en definitiva.

A mi juicio, esta crisis del coronavirus nos ofrecería precisamente la clave para salir de la contradicción entre la retórica de la solidaridad, propia de las almas buenas, y la solidaridad pragmática del nosotros que. tantas veces, es sobre todo negativa y excluyente: negativa, porque aparece cuando se percibe que lo que tenemos en común es lo que nos distingue de otros, ellos, sobre todo de esos otros entendidos como enemigo (un error que, a mi juicio, se repite en el lenguaje belicista con el que se enfoca esta crisis). Es la solidaridad cerrada, la que ejemplifica maravillosamente el cine que se ha ocupado de la mafia, como por ejemplo Goodfellas (Uno de los nuestros), de Scorsese. Excluyente, porque aparta de los beneficios del reconocimiento a quienes quedan fuera de la tribu, del clan. Frente a ella, la existencia de una conciencia común que amplía universalmente el nosotros llevaría a una solidaridad abierta, más allá de los rasgos e intereses de la tribu, que tiene mucho que ver a mi juicio con la noción de sociedad abierta de Bergson. Se abriría así la posibilidad de tomar en serio la solidaridad, como he tratado de apuntar en otras ocasiones, por ejemplo, en estas mismas páginas o también en estas.

Esta crisis es una oportunidad, sí. Se ha dicho con acierto, creo, que la pandemia del coronavirus nos planta ante la conciencia real de humanidad y no sólo ante la noción abstracta a la que suelen apelar los proyectos de cosmopolitismo, tal y como se encuentran en la tradición filosófica y ética del estoicismo (y, por lo que se refiere a la idea de derechos y deberes, en Kant). No estoy seguro de que se trate de un ideal moral impecable, sobre todo por el riesgo de su dimensión especeísta que puede seguir encerrándonos en un nosotros al fin y al cabo excluyente, el nosotros adanista, el de dueños y señores de la naturaleza, frente a la evidencia de que somos parte de un nosotros más amplio, el de la vida en y del planeta. En todo caso, la amenaza mortal, el virus, esta vez nos afecta a todos (aunque no todos nos encontremos en las mismas condiciones frente a ella) y, sí, por primera vez, hay una conciencia común y simultánea, gracias a la interconectividad, de que todos estamos amenazados y que nos ha hecho valorar como nunca a las profesionales que se ocupan de nuestra salud, de nuestras vidas, en primer lugar en el sector de la salud, pero también, por ejemplo, en el de la dependencia. Es lo que Alicia García Ruiz supo explicar con claridad y agudeza en un ensayo de 2017, Fraternidad, la fuerza de las fragilidades, en el que sostenía la tesis de que “las prácticas del cuidado serán cada vez más relevantes, dada la vulnerabilidad potencial generalizada en todos nosotros y los formidables retos que plantean la demografía y la extensión de la desigualdad”

Pero eso no significa que, gracias a la crisis, hayamos alcanzado la conciencia de un nosotros universal y que cuando superemos la pandemia se asiente un verdadero cambio civilizatorio, una transformación polanyana, como proponía Joaquin Estefanía en un artículo reciente: más bien, temo, asistiremos a un nuevo paso de la dimensión tecnoeconómica, dominante en nuestro proceso de globalización, y no de la ético-jurídica, propia del universalismo. Y lo creo porque me parece que, frente a la exaltación de la solidaridad que algunos dicen que estamos protagonizando, no estamos viviendo ni viviremos el triunfo del ideal de fraternidad universal que inspiró a Schiller y a Beethoven, sino que asistimos más bien a un juego que tiene mucho que ver con la geoestrategia global, en la que los actores se están reposicionando en el así llamado gran tablero, quizá para alterar a fondo la correlación de poder en este siglo. China está jugando a fondo sus cartas sirviéndose de modo inteligente de la apelación a la solidaridad, y del sello del liderazgo en el combate y la victoria frente al virus. Nos regala, en efecto, medios y personal, al mismo tiempo que propicia con ello que el mercado global vaya a buscar en China remedio: no hay más que ver las carreras de Estados (de Comunidades Autónomas, incluso, en nuestro caso) que acuden a comprar medios en el mercado chino. Y Putin, que no pierde comba, aprovecha también el vacío que deja la torpeza de Trump, encerrado en la contradicción aislacionista de su ¡America First!, desmentida por el virus de marras. La prueba es que la pulsión de la tribu ha resurgido con fuerza y se esconde también en la obsesión por el cierre territorial, en la idea de la frontera como defensa, incluso si tratamos de ampliar esas murallas al ámbito supranacional –el europeo–. De nuevo, como en el argumento de Orwell en Animal Farm, también en esta crisis hay seres humanos que son más iguales que otrosmás iguales que otros.

Creo advertir esa forma perversa de justificación de la desigualdad, en la habitual reducción de las personas que pertenecen a determinados grupos a meras cifras estadísticas, en una cadena argumentativa que temo que pueda acabar propiciando la abominable idea de su identificación como desechables, al menos en su modalidad de la resignación ante el hecho científico de que tienen menos viabilidad: los mayores entre nuestros mayores, donde resurge el prejuicio de esa modalidad de discriminación que llaman edadismo (perdonen el palabro) y encima, con el recochineo de que decimos que lo que más nos preocupa es que el virus les alcance a ellos y que todo lo hacemos para evitarlo. Pero si tienes ochenta, estás jodido en el triage. No por maldad, insisto, sino por el irrefutable argumento de la ciencia, al servicio de un cierto darwinismo social.

Y se advierte a todas luces esa visión desigualitaria en esos otros, despojados de la condición de humanos por la indiferencia con la que les miramos, cuando les miramos. Me refiero a los que han de hacer frente al coronavirus en los campos de concentración para refugiados en las islas griegas, a los sirios que lo afrontarán en medio de una guerra inhumana como pocas, a los inmigrantes irregulares que ven cómo las puertas se blindan frente a ellos. No son nuestro problema, no somos solidarios con ellos. No nos vacuna contra eso el ver que el argumento es reversible: antes al contrario, nos indignamos cuando asistimos al espectáculo de que la alcaldesa de Guayaquil prohíba un avión porque ¡viene de Madrid!, o escuchamos compungidos y asombrados las historias de nuestros pobres compatriotas en países lejanos, que son ahora mirados como apestados qua españoles. ¡Como si los españoles no fuéramos gente civilizada, sana y superior!

Esperanza, sin engaño

Esperanza, sin engaño

Necesitamos otra noción de solidaridad, abierta, inclusiva, universalista. La solidaridad entendida como conciencia conjunta de derechos y deberes que tenemos todos los seres humanos y que se activa, sí, de forma extraordinaria, en momentos de riesgos o amenazas cuyo carácter común resulta evidente. Es la solidaridad que nos recuerda la primera de las sátiras de Horacio “¿Quid rides? Mutato nomine, de te fabula narratur”. No somos tan diferentes: lo que nos une es mucho más importante que lo que nos diferencia. Para que esa noción de solidaridad arraigue y no se desvanezca cundo superemos la pandemia, es necesario que arraigue en terreno firme, para dar lugar a deberes exigibles hacia todo otro ser humano. Es necesario que profundicemos en la concepción republicana de 1789 que nos propone la solidaridad, la fraternidad, como principio vertebrador del espacio público, común, pero ahora no limitado al Estado-nación. Ese terreno es el del reconocimiento de la prioridad de derechos humanos iguales para todos, y el de un constitucionalismo cosmopolita, una gobernanza mundial en los términos que propone nuestro colega, el iusfilósofo Luigi Ferrajoli, que invoca la tradición estoica reformulada por los juristas teólogos de la Escuela de Salamanca (Vitoria, Suárez, Las Casas). El fundamento de esa nueva solidaridad abierta, que trasciende las fronteras y las identidades de las tribus, es la existencia de bienes, necesidades e intereses comunes a todos los seres humanos, propia de una communitas omnium Gentium. Hay que construir un sistema de gobernanza también común, que, insisto, garantice a todos los derechos que son de todos y, al tiempo, propicie la cooperación y la negociación, bajo las reglas del Derecho, para asegurar la convivencia, en lugar de la competencia sin reglas que inevitablemente propicia, por el contrario, la desigualdad, la crueldad y la humillación de los más débiles.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia. También es senador del PSOE por Valencia.

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