debate entre ciudadanas de distintas generaciones

La sombra machista

El sexismo y la desigualdad persisten e incluso repuntan en aspectos en los que la sociedad los da por superados

EMMA RIVEROLA

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«Les mostré a mis alumnos la viñeta de Ferreres en la que dos chicas jóvenes se enorgullecen de sus novios controladores. Sentada junto a ellas, una anciana las mira con perplejidad. Les pedí que escribieran un texto argumentativo sobre la escena. Son buenos alumnos y todos coincidieron en que eso no era amor. Incluso pusieron bonitos títulos. Como Caminar sin sombras». Marta, la veterana del grupo, es profesora de ESO. Actualmente en un centro de adultos al que asisten desde jóvenes de 18 años hasta voluntariosos octogenarios. Comenta orgullosa las palabras de sus alumnos, pero reconoce que la realidad es un poco más oscura que el lenguaje tan políticamente correcto de las redacciones. ¿Existe ahora más violencia de control que en las generaciones anteriores? «El problema es que se da el machismo por superado -reflexiona Aida, la más joven del grupo-. Hay un cierto convencimiento de que el tiempo superará las desigualdades, pero la realidad es que desde pequeñas nos bombardean con mensajes que confunden el amor con el control: si tanto te llama, si tanto se interesa por lo que haces es que te quiere». Bet, de 37 años, apunta: «Nosotras estábamos más alerta. Y ahora quizá se ha bajado la guardia. Yo vengo de una familia donde todo estaba muy repartido. Una relación de igual a igual. Mi madre me educó para que no acabara sometida a nadie». Elisabeth, a sus 42 años, sabe lo que es vivir la desigualdad en el trabajo y sacrificar su carrera profesional por la maternidad. Afirma rotunda: «Vivimos en una sociedad machista, lo llevamos en nuestro ADN».

Aida, Elisabeth, Bet y Marta. Cuatro mujeres de edades y situaciones muy distintas. Con muchas luces y algunas sombras, las que les han acechado a lo largo de su vida o las que siguen ahí, más o menos agazapadas, tratando de ponerles límites a su capacidad y sus sueños por el hecho de ser mujeres. A veces, la sombra adquiere la forma del miedo. Y se esconde en la noche, cuando temen volver solas a casa. O cuando sienten el peso de una mirada intimidatoria. Otras veces, adopta modos más sutiles. Un supuesto piropo, una bromita sobre esa minifalda, un chiste... Son velos que van cubriendo la silueta femenina hasta tornarla más pequeña, más disminuida. Hasta colocarte en un situación de inferioridad.

ENTRE EL PIROPO Y EL ABUSO

 «Siempre sales perdiendo», afirma Elisabeth, una mujer menuda que decidió alzarse sobre los tacones para mantener las miradas sin elevar la vista. Recuerda cuando era joven y decidió callar ante las bromas machistas de los compañeros de trabajo. Por cansancio, porque responderles aún los espoleaba más, porque hiciera lo que hiciera, sentía que ellos ganaban. «Si criticas un piropo, te llaman feminazi», apunta Aida. Hay unanimidad sobre esta cuestión. ¿Por qué tenemos que aguantar que alguien nos juzgue y decida si estamos más o menos buenas? Demasiadas veces, las fronteras entre el piropo y el abuso se difuminan... Más sombras.

«Desde el momento en que permitimos que una mujer cobre menos por realizar el mismo trabajo que un hombre, somos una sociedad enferma. ¿Consentiríamos que esta desigualdad se diera entre individuos de distinta raza?». Bet lanza el interrogante sabiendo que la respuesta es tan obvia como dolorosa. Las desigualdades en el mundo laboral y la dificultad para compaginar la profesión y la maternidad adquieren la lacerante dureza de la experiencia vivida. Al tener a su primera hija, Elisabeth se acogió a la jornada parcial. No tuvo dudas, creyó que era lo mejor para su pequeña, pensó que sería posible conciliar su rol de madre con el de profesional. «Pero esa decisión ha acabado con mi carrera». Y la confesión se transforma en un manto espeso del que, por un segundo, cuesta desprenderse. Entre sus hebras se adivinan los momentos de decepción, de impotencia, de pérdida. «Al final, te obligan a escoger. Aquí sí», concluye Elisabeth. En el mundo de la educación, Marta no ha sentido la desigualdad. No al menos entre colegas. Pero sí sabe que, en algunas clases, ante algunos alumnos, las profesoras deben esforzarse más para hacerse respetar.

A pesar de las dificultades, a pesar de las rendiciones temporales, todas tienen pleno convencimiento de sus capacidades. Incluso cierto orgullo por un sentido de la responsabilidad que parece incorporado en los genes. «Las mujeres están acostumbradas a administrar varios frentes abiertos», apunta una. «Y no pierden el tiempo en reuniones inútiles que se alargan hasta la eternidad sin llegar a ninguna conclusión», se suma otra. «Tienen un sentido más práctico de la vida», reflexiona una más. Y Aida concluye: «Yo les preguntaría a los empresarios: ¿estás seguro de que has sabido potenciar el talento femenino?».

EL TIMO DE LA CONCILIACIÓN

Aida, Bet, Elisabeth y Marta. Cuatro mujeres que, en realidad, hablan en nombre de muchas más. De esas amigas, con carreras universitarias, profesionales que aun así aceptan comentarios despectivos de sus parejas. De esa profesora que cada día lidia con machos alfa en potencia y sumisas voluntarias. Y también de unas madres que, a través de las voces de sus hijas, también se suman al debate. «Vaya goleada nos han metido con eso de la conciliación», se queja a menudo la madre de Aida. «Una estafa, eso es lo que es», afirma contundente la madre de Bet.

Quejas, lamentos o retos que se expresan entre las paredes de los hogares, de generación en generación. Pero, también, mensajes. Multitud, infinidad de mensajes que llegan a través de los medios y que coinciden, demasiado a menudo, en ofrecer una determinada imagen femenina, en consolidar unos roles que encadenan a la mujer al cuidado de su cuerpo y de la familia. «Hay pocas películas protagonizadas por mujeres que no busquen el amor», observa Bet. «Imposible no encontrar en los diarios digitales, entre las tres primeras noticias, alguna que no juegue con la erotización del cuerpo de la mujer», añade Aida. Hay mil ejemplos. No hace falta hacer inventario, basta con mirar a nuestro alrededor con ojos femeninos para ver el protagonismo cedido al escote de una, al trasero de otra, al éxito alcanzado por ser la novia de alguien. Para ellos, las imágenes de los encuentros de empresarios, banqueros, líderes mundiales, donde las mujeres son la excepción.

EL MENSAJE DE DORAEMON

«Mi hija quiere ser una princesa», anuncia Bet, vestida de oscuro, sin concesiones a la coquetería y luciendo una sonrisa entre resignada y divertida. A su niña de tres años, la misma que ha ido empalmando resfriado tras resfriado desde que, hace un mes, su madre empezó a trabajar en una empresa de servicios editoriales, le encanta el rosa. Al llegar a las páginas azules de los catálogos de regalos asegura que ya no son para ella. A pesar de las opciones cromáticas de su hija, Bet tiene muy claro cuál es la línea roja: «De la diferencia a la desigualdad hay un trecho». La niña podrá vestir de rosa todo lo que quiera pero, por ejemplo, no volverá al cine a ver a Doraemon. La simplificación de roles de la película de animación y el declarado machismo en los personajes adultos la dejaron perpleja.

«¿Por qué un día de la mujer trabajadora?», pregunta Elisabeth. Durante años, ella se negó a celebrarlo. La propia existencia de una celebración, aunque sea reivindicativa, señala el horizonte aún sombrío al que nos enfrentamos. Tristes protagonistas de las peores estadísticas. Peores sueldos, menos mujeres directivas, brecha salarial ahondada por la crisis y, lo peor, sumando titulares de sangre. 365 días de pérdidas y ausencias.

«En todo estás y eres todo, para mí en mí misma moras, nunca me abandonarás, sombra que siempre me ensombras». Los versos de Rosalía de Castro servirían para describir otro tipo de hostilidad. Un combate que no se libra en el puesto de trabajo. Tampoco en el hogar o en la calle. Una lucha en la que solo se puede mirar a los ojos del enemigo frente a un espejo. Porque, demasiado a menudo, el adversario habita en las propias mujeres.

LA CULPA

A veces, las sombras se hacen insoportables. Aida centró su trabajo de investigación de bachillerato en la depresión en las mujeres. «Las presiones psicosociales son muy fuertes. Llega un momento en que no puedes aguantarlo todo». El sentimiento de culpa planea en el encuentro. Culpa por no dedicar suficiente tiempo a los hijos. Por abandonar esa reunión antes de que finalice. Por no cuidarse, por no ir al gimnasio, por no haber hecho lo suficiente... Culpa, incluso, por asistir a este debate con las hijas con fiebre. Siempre corriendo y siempre con la sensación de no avanzar. Hasta que llega un día en que la culpa se torna tan espesa y oscura que parece asfixiar la vida. «Los hombres no tienen tanto sentimiento de culpa si no llegan a todo», prosigue Aida. Y cada una le pone un rostro a esa opinión.

«Tenemos que empezar por cambiar nosotras mismas», sostiene Elisabeth. Un cambio que son muchos. Desde el lenguaje hasta la educación de los hijos o la dureza en los juicios propios. «A veces, creo que lo vivimos todo con demasiada intensidad –apunta Marta–. Nos cargamos encima todos los problemas y eso tampoco creo que sea positivo». Un exceso de responsabilidad. El mismo que lleva a sostener la organización de la familia. Trabajen o no, la mayoría de las mujeres siguen siendo las que controlan la compra o saben qué día los niños deben llevar el chándal al colegio. Un sinfín de pequeñas misiones sin aparente importancia que acaban saturando la jornada.

Aida, Bet, Elisabeth y Marta. Cuatro mujeres. Una soñando con incorporarse al mercado laboral. Otra deseando volver a tener un horizonte profesional. Las otras, cruzando los dedos para mantener el empleo. Imposible escucharlas y no acordarse de tantas otras mujeres. De aquella que fue descartada porque rondaba los treinta y, claro, ya se sabe, en cualquier momento podían decidir quedarse embarazada. De otra que fue despedida porque preferían un hombre que no pusiera pegas al horario, aunque nadie se molestó en contrastar la eficacia de una y otro. De la que fue descartada por ser considerada «demasiado sénior», eufemismo para callar que preferían un cuerpo más joven. Hay más, muchas más. La jovencita a la que su novio revisa el móvil. La que soporta los insultos, los desprecios. Y, también, las adolescentes víctimas de las agresiones físicas. 632 denuncias el año pasado. Todas y cada una de ellas superando su miedo, atreviéndose a rasgar el tupido manto de la opresión.

RESPETO, IGUALDAD, JUSTICIA

«Es importante que no eduquemos a las niñas en el miedo», exhorta Aida. No hay que inculcarles debilidad o inferioridad. Hay que conocer las amenazas, pero no para marcar los límites del comportamiento ni para coartar los movimientos. Muy al contrario, «debe enseñarse a los niños a respetar a las mujeres». Hacerles conscientes de la oscuridad del machismo y nunca disculpar un comportamiento que contribuya a la negrura. La igualdad es mucho más que un valor deseable, es un acto de justicia, una oportunidad para hacer un mundo mejor. Para que hombres y mujeres puedan caminar sin sombras.