Los partidos políticos y los candidatos independientes que logren obtener su registro, recibirán en conjunto, durante el 2018, la generosa cifra de 6 mil 788 millones del erario público federal. A eso deben añadirse los 6 mil millones de pesos que vendrán de los presupuestos locales, para sumar una cifra cercana a los 13 mil millones de pesos. Y a ese monto, todavía debe agregarse el caudal que podrán obtener de aportaciones privadas, más el costo hundido de la propaganda gratuita a la que tienen acceso en radio y televisión.

Detesto el lugar común según el cual con ese dinero podrían construirse muchas escuelas, más hospitales, entregarse más becas o completar los medicamentos que se escatiman a la salud pública. Sin embargo, es cierto: el gasto aprobado para los partidos políticos es ya infame: el más alto de la historia electoral del país. Bastaría y sobraría para sostener su organización y hacer campañas por todas partes. Pero son insaciables. Por eso recurren a los particulares y promueven la corrupción política a través de los sobreprecios en obras y adquisiciones públicas, del otorgamiento de licencias de construcción que nunca debieron ser aprobadas o de cuotas que exigen a los empleados públicos que designan, entre otras muchas lindezas.

Para controlarlos, se han inventado sistemas de fiscalización, herramientas contables cada vez más complejas y obligaciones de acceso a la información que desnaturalizan el sentido original de los partidos como organizaciones de ciudadanos que comparten una ideología, una visión del mundo y proyectos de cambio social que quieren ver realizados. El exceso los ha convertido en burocracias políticas. Pero esos mecanismos tampoco funcionan: el INE ha reportado que todos han ocultado datos en los informes que entregan y, de acuerdo con la más reciente revisión de sus portales electrónicos, solamente Movimiento Ciudadano cumplió con todas las fracciones de la Ley General de Transparencia.

Si tuvieran vergüenza, desistirían de inmediato de cualquier forma de allegarse dineros privados. Y tendrían que aceptar que la gestión del dinero que obtienen se abra totalmente a la vigilancia social. Que no haya un peso cuyo destino no se conozca y no se justifique en aras de la construcción de propuestas viables para solucionar los problemas públicos del país y para someterlas al juicio de los ciudadanos. No obstante, para el 2018 los partidos en su conjunto solamente destinarán 129 millones de pesos a ese propósito, en el rubro que llaman “actividades específicas”, frente a los 4 mil 296 millones que ocuparán en “actividades ordinarias” y los 2 mil 148 millones que están previstos para financiar sus campañas.

Ante ese panorama de abusos y excesos, lo menos que debe exigirse a los partidos políticos es que nos informen con todo detalle sobre el uso que hacen de esos dineros. No hay pretexto para que sigan eludiendo esas obligaciones, que ya están contempladas en las leyes actuales. Y que nos digan, también, cómo seleccionan a sus candidatos y quiénes son estos.

Si la sociedad cobrara conciencia de los derechos que están atropellando las organizaciones políticas que competirán por los puestos de elección popular el próximo año, quizás comprendería que cada voto a favor de esos atropellos es una forma de suicidio político, una contribución al deterioro que estamos viviendo y una puerta de entrada a la corrupción que pavimentan los procesos electorales.

Es urgente llamar a la acción colectiva para exigir que los partidos cumplan la ley y rindan cuentas sobre el dinero que reciben a manos llenas. No es verdad que estemos atados de manos. Que cada quien elija dónde se quiere situar. Nosotrxs ya decidimos: exigiremos transparencia total y el cambio radical de este modelo ridículo que ha corrompido hasta la médula nuestro sistema político.

Investigador del CIDE

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