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Falsas noticias, no noticias falsas

Fake news, el fenómeno del momento. La comidilla en los círculos políticos y mediáticos, y en las tertulias de café. Todos hablamos de fake news y, casi invariablemente, lo traducimos como noticias falsas. Sin embargo, debiéramos traducirlo como falsas noticias. Con esta nueva acepción, ya no estamos hablando de noticias con contenido falso que pretendan engañarnos. De lo que se trata es de relatos que pretenden hacerse pasar por noticias sin serlo. Una fake news no es necesariamente una mentira, pero ciertamente tampoco es una noticia.

Con esta nueva traducción se entienden muchos conceptos. Y es probable que seamos capaces de encontrar algunas vías de solución a los problemas que plantean. Porque ya no vamos a intentar encontrar falsedades intencionadas y distinguirlas de los errores involuntarios o de las opiniones, lo que tenemos que identificar son relatos interesados que pretenden influir en nuestra percepción de la realidad con absoluta falta de respeto por la veracidad de sus contenidos.

En primer lugar, comprenderemos que, aunque siempre han existido los relatos sesgados, nunca hasta ahora se había tenido la capacidad para reproducirlos de modo que alcancen audiencias millonarias en cuestión de horas o de unos pocos días. Nunca, hasta la democratización que introducen las redes sociales digitales, cualquiera había podido generar un discurso sin tener que someterlo previamente a los canales de distribución establecidos.

Ahora, más de la mitad de las noticias a las que accedemos a lo largo del día nos llega a través de los motores de búsqueda o de los algoritmos de las redes sociales. Los criterios de calidad y de reputación tradicionales, asociados a una imagen de marca corporativa o personal, a la calidad contrastada de un medio o de un informador, han dejado de funcionar.

La reputación en las redes sociales se obtiene por el respaldo de miles de seguidores fijos u ocasionales, muchas veces generados automáticamente por robots. En los motores de búsqueda, se alcanza por el posicionamiento que el correspondiente algoritmo le concede a la web en la que se aloja la información. En ninguno de los dos casos influye –que sepamos– la veracidad de los datos o la profundidad del estudio.

La educación del receptor

En este contexto, la capacidad del lector para diferenciar entre noticias y relatos, entre información y propaganda, entre datos y adoctrinamiento, es fundamental para la preservación de su capacidad para decidir de una forma racional. La libertad se basa en la posibilidad de elegir entre varias opciones. Si estas opciones se enturbian o difuminan con mensajes interesados disfrazados de objetividad, la libertad misma pierde su asiento, su referencia y la habilidad para ser ejercida con criterio. La elección pasa a ser capricho, no en función de la voluntad del elector, sino de la falta de elementos de juicio.

En buena parte, la mayoría de las falsas noticias pretenden principalmente eliminar los distingos entre el artículo y la línea editorial, entre la opinión y el paper académico, entre lo contrastado y lo especulativo. A partir de ahí, una vez suplantado el papel de la información rigurosa, cualquier cosa vale. Da igual si se eleva la categoría de cualquier entrada o post para que alcance el nivel de una publicación indexada o si se reduce el de una fuente primaria al estatus de opinión discutible. Lo importante es que la práctica totalidad de referencias disponibles entren en un mismo saco en el que lo único que las distinga sea el número de veces que ha sido compartida en la red.

Igual que para diferenciar un ataque de phishing o ransomware se recomienda estar atentos a la ortografía del mensaje o a su gramática, para distinguir una noticia de un relato debería ser de utilidad la misma calidad del discurso presentado. Sin embargo, desgraciadamente, ni los contenidos rigurosos se presentan ya, muchas veces, con una atención a los detalles formales equivalente a la que se presta a los contenidos, ni todos los relatos malintencionados tienen un origen amateur en su fondo o su forma.

Las redes sociales han sido uno de los principales factores en la, para muchos negativa, tendencia seguida por los medios de comunicación tradicionales en los últimos años. Mientras el debate se centraba en la búsqueda de fórmulas para rentabilizar los contenidos de las versiones digitales, la falta de adaptación de los formatos al nuevo medio y la ubicuidad e inmediatez de la información, generada por millones de usuarios desde sus dispositivos móviles, alteraban profundamente el mercado de los medios.

La guerra por las audiencias dio paso a una batalla todavía más cruel por obtener el mayor número de visitas a las noticias, con independencia de si estas se leían realmente, si eran relevantes o si aportaban valor a la sociedad a la que los medios decían servir. El único objetivo era presentar a los publicistas un escenario atractivo para su inversión. Los que otrora fueran informativos pasaron a convertirse en un espectáculo de casquería social que incluía, de forma necesaria, una crónica judicial, una de sucesos, una de vida social y, cómo no, el circenses futbolístico.

Lo que a simple vista parecería una simbiosis entre prensa y redes sociales, en cuanto a la generación y a la distribución de contenidos, se ha convertido en una relación parasitaria, en la que las plataformas digitales se auto eximen de cualquier responsabilidad o código deontológico asociados a la actividad periodística al tiempo que intermedian en su propio beneficio en el reparto del producto.

El formato invita, además, a convertir la labor del periodista en la de un hacedor de titulares lo suficientemente llamativos y enigmáticos para atraer negocio hacia las redes sociales que difundirán su producto y poder luego justificar un elevado número de visitas que se traduzcan en ingresos equivalentes por publicidad.

Yo me regulo, tú me regulas

Es fácil comprender el beneficio de una posición de monopolio en la gestión de la información. Beneficio para la empresa –que acapara todos los ingresos que se derivan de la explotación de la misma–, para el usuario –que concentra en una sola plataforma toda su actividad con un alcance universal– y para aquellos que consienten o fomentan esta posición tercerizando la recopilación de información para fines no comerciales.

Ante este panorama es difícil esperar que las mismas plataformas se constriñan suficientemente o que los gobiernos de los países donde residen les impongan condiciones leoninas. Quizás por ello haya sido la Unión Europea la que ha liderado el proceso legislativo para proteger al usuario de las empresas –principalmente extranjeras– y, casi más, de sí mismo.

Lo que parece evidente es que el modelo de negocio no será sostenible si no se viste con una capa de credibilidad suficiente. Esta pátina de respetabilidad no provendrá exclusivamente de las políticas públicas ni de las privadas, sino que será fruto de la convergencia entre las regulaciones institucionales y las autolimitaciones empresariales.

A lo anterior tenemos que añadir el poder que el mercado otorga al sentimiento y a la opinión en el desarrollo, distribución y evolución de los productos. Se ha desarrollado desde hace años toda una disciplina alrededor del big data y el data mining denominada sentiment u opinion mining, la minería de datos sobre opiniones o sentimientos del público, ya sean consumidores o posibles seguidores políticos. Lo que en su día pasó desapercibido, hoy está modelando el discurso político, los medios de producción y los mercados.

La sociedad en su conjunto –los internautas– tenemos que aprender a diferenciar las noticias de lo que no lo son. Para ello, será precisa una serie de acciones por parte de los responsables políticos tanto en el terreno educativo como en la regulación de la distribución de información. Las redes sociales tendrán que asumir su cuota de responsabilidad en esta difusión y los medios que pretendan ser serios la suya en cuanto a la recuperación de estándares de solvencia y credibilidad.

Sería mucho más que una lástima que el uso que hagamos de la mayor capacidad para ejercer la libertad de expresión que ha habido en la historia sea para retorcer la verdad, y para decir tonterías y calumnias. Añadir ruido en los medios es una forma más de privarnos de disfrutar de la melodía que, de fondo, puede ofrecer el contraste de opiniones fundamentadas y la agregación de conocimientos.


La versión original de este artículo fue publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.


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