Mi primera aproximación al universo de la crÃÂtica cinematográfica la tuve, a mediados de los sesenta, cuando −siendo un adolescente− leÃÂa la columna de Rodolfo Izaguirre cada miércoles en El Nacional. De pronto descubràque la riqueza del cine era tanta que trascendÃÂa los lÃÂmites de la obra fÃÂlmica. Comprendàque una pelÃÂcula era importante no sólo por su belleza o sus ideas o sus emociones, sino también por las reacciones y reflexiones que despierta en el espectador. Me apropié de una forma mucho más amplia de disfrutarla. Aprendàque el cine existÃÂa para compartirlo. Esa fue la primera lección que me dejó Rodolfo Izaguirre, mucho antes de conocerlo en persona y de labrar su amistad. Por eso me conmueve el homenaje que el III Festival de Cine Venezolano ofreció en Mérida a ese Rodolfo irreverente y desenfadado que no cesa en su amor por la vida, que se recrea cada dÃÂa en el cine y que se opondrá siempre a toda forma de censura.
Después de una larga trayectoria como analista de los procesos cinematográficos, como director de la Cinemateca Nacional, como autor de ensayos y narrativa y como promotor cultural, −que no voy a reseñar en este espacio porque todo el mundo la conoce− Rodolfo se ha puesto más divertido y más agudo. También más desconfiado del poder. Su inteligencia le permite formular visiones que se alejan del estereotipo y cada dÃÂa se diferencia más de la clásica representación del crÃÂtico de cine. Las representaciones, ya se sabe, nunca son tan ricas como lo representado. Prefiere que lo llamemos cronista. Muy bien, asàlo llamamos.
El cine nacional y la cultura cinematográfica de este paÃÂs siempre necesitarán de Rodolfo, de sus palabras, de sus alientos, de sus advertencias. Eso nadie lo duda. Pero me gustarÃÂa decirles a ustedes que disfruto más de sus conversaciones cuando hablamos de cosas distintas al cine: letras, gastronomÃÂa, polÃÂtica, danza, plástica y todo lo que se nos ocurra. El cine llega después, de forma disimulada. Y siempre, a su lado, está ella, la Belén, la Lobo, la suavidad y la comprensión. Porque asàla soledad no existe.
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