Amén de los prosaicos intereses geoestratégicos, la irrupción del Estado Islámico ha puesto nuevamente de manifiesto la profunda convulsión que vive el mundo musulmán desde el prisma religioso. Hasta los 80 (tras la frustrada invasión soviética de Afganistán), el papel de los partidos políticos islámicos era el más preponderante. Sin embargo, la continua deriva de estos hacia intereses más nacionalistas ha fortalecido la vertiente paralela del fundamentalismo que, a base de insatisfacciones, ha tremolado cada vez con más fuerza el estandarte radical. Con un objetivo mucho más global, las fronteras para estos grupos yihadistas se difuminan y su objetivo es islamizar la umma, es decir, toda la comunidad de musulmanes.

La pelea entre chiíes y suníes sirve para esclarecer un poco mejor las motivaciones religiosas del Estado Islámico. Su versión es la del sunismo más racista e intolerante, esgrimiendo además una corriente de pensamiento conocida como takfirismo, que busca el castigo del apóstata. En teoría takfir, el objetivo del buen musulmán es buscar a aquel otro correligionario que se ha descarriado y no sigue a rajatabla los preceptos coránicos. Se entiende, pues, que la persecución del EI es más hacia los propios musulmanes que considera apóstatas (y los chiíes, sin duda, lo son) que contra otras religiones como, por ejemplo, los cristianos.

Sin embargo, la realidad se aleja de lo puramente teológico y las matanzas de los yihadistas han alcanzado a varias minorias tanto musulmanas como no musulmanas, y amenaza con llegar hasta otras cercanas. Éste es un aspecto particularmente relevante dada la riqueza y variedad de religiones que coexisten, con mayor o menor concordia, en los dos países donde el EI está actuando: Irak y Siria.

He aquí las principales minorías religiosas que padecen o pueden sufrir el azote del califato islámico.