Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de enero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Por una política constitucional
T

odos podremos convenir en que los presidentes modernos no tienen por qué ser filósofos. Sus tareas son más inmediatas y se les considera como gente capaz de coordinar las políticas, representar al Estado y ser factor de unidad nacional o ariete de un proyecto de cambios. De todo eso y más, se nutre el debate político sobre su desempeño y se evalúan logros.

Se trata de un vaivén que nunca termina, ni siquiera cuando hay cambio en los mandos del gobierno o relevo en las cámaras que conforman los congresos. La política democrática, presume de ser la cúspide civilizada de estos procesos, con la seguridad de que su ensamblaje institucional es de tal complejidad y reciedumbre que todo eso y más lo puede sostener. Tal es, al menos, la hipótesis que articula la pluralidad y la lucha por conservar o cambiar el poder pacíficamente.

También podemos convenir en que, sobre todo después de los veredictos de julio pasado, esas y otras hipótesis semejantes forman ya el eje de nuestro intercambio político y dan certeza a quienes se han organizado para gobernar o aspirar a hacerlo. De aquí la importancia que tienen los partidos y lo grave de la situación actual caracterizada por un vaciamiento del sistema político pluripartidista que se había construido a lo largo de nuestra larga y cansina transición.

Quizá los gambusinos de estos subsuelos encuentren que esta especie de precoz senilidad política tenga que ver con lo largo y accidentado del cambio hacia la democracia, junto con la súbita renuncia de los partidos a cumplir con una de sus misiones primigenias: la educación cívica de la ciudadanía, para empezar de sus militantes pero siempre con la ambición amplia de llegar a todos y en todas partes.

A esto, y sin la menor explicación, los actores principales del drama democrático se han negado, redirigiendo los fondos públicos destinados a ello a otros propósitos, entre los que pronto sobresalió el del empleo de sus familias y militantes, sin que mediara la menor consideración sobre sus usos. Lo que sobrevino, con el paso del tiempo y la entronización de las inercias de la normalidad política, fue el cinismo traducido en abusos, como parece haber ocurrido también en el Congreso de la Unión y en varios locales, donde priva la ocurrencia dejando al margen el debate y la participación sistemática de los cuerpos técnicos que, un esquema como el diseñado, requiere para ofrecer alguna nota de buen gobierno.

Con nosotros no está tal esperanza, menos la seguridad de que, merced a la portentosa mudanza de julio, vayamos a tener un auténtico cambio en los usos y costumbres que se apropiaron del talante democrático. La transformación prometida implica, de manera fundamental, poner en juego mucho conocimiento del Estado, de la sociedad y su economía, así como de la economía política cada vez más global que articula el mundo. Sin ello y sin la capacidad de articular conocimiento con destreza, no puede esperarse una conducción estatal a la altura de lo ofrecido; menos aún de cara al cúmulo de problemas, carencias y amenazas que rodea nuestros horizontes.

Por ello es que habría que hablar, sin ambages, de una política constitucional. Política que debe estar permeada por un espíritu racional y realista del sentido de urgencia y emergencia que nos rodea.

Gobernar es comunicar. Para ello, el Presidente debe dejar de ser vocero de sí mismo y de su gobierno y disponerse a organizar, y pronto, un genuino gobierno de gabinete, la compañía obligada de un Congreso entendido como órgano colegiado y representativo del Estado. Para la Cuarta, éstos son los primeros e indispensables pasos.