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Viaje a una Venezuela de contrabando

EL PAÍS recorre la ruta de los pequeños ‘bachaqueros’ desde Maracaibo hasta el otro lado de la frontera colombiana, cerrada cada noche por orden del Gobierno de Nicolás Maduro

Clientes se registran en el sistema de compras biométrico en Maracaibo
Clientes se registran en el sistema de compras biométrico en MaracaiboH.M. (EFE)

El 22 de agosto el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, prohibió mediante un decreto la exportación de hasta 89 productos de consumo masivo como parte de los esfuerzos de su Gobierno para reducir el contrabando. Esa disposición no impide que Obama —el mote del protagonista de esta historia— intente una vez más vender carne, pollo y queso en Colombia para obtener un ingreso adicional a los 6.000 bolívares mensuales (67 dólares, 51 euros, a la tasa de cambio del mercado negro) que gana como empleado de un frigorífico.

Obama, de 25 años, recién casado y padre de una niña, reside en Maracaibo —capital del Estado petrolero de Zulia y segunda ciudad más importante de Venezuela— y vive como bachaquero. El Gobierno define así a las personas que trasladan artículos subsidiados por el Estado al otro lado de la frontera para revenderlos a precio de mercado. La furtiva desaparición de hasta un 40% de los productos regulados destinados al mercado interno, según cifras oficiales, ha provocado una respuesta de Caracas en dos frentes: una estricta vigilancia militar en los 2.200 kilómetros de frontera colombiana y la incorporación voluntaria de supermercados, farmacias y pequeños comercios a un programa de captura de las huellas digitales de sus clientes.

Esta semana, las principales cadenas de supermercados de Maracaibo comenzaron a instalar sistemas biométricos que pretenden limitar la compra de alimentos básicos. A simple vista la medida evita el patético espectáculo de ver a los clientes liándose a golpes por las escasas existencias —una escena muy común en la actual Venezuela—, pero no garantiza el abastecimiento. El pasado miércoles, en la sede de Súper Tienda Latino de la avenida 15, en la acomodada zona norte de Maracaibo, había anaqueles repletos de desinfectante, arroz, café, margarina y papel higiénico, pero escaseaban la harina de maíz precocida y la carne. “Hace mucho que no llegan”, confesaba Frank Vergara, gerente del local.

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Obama, en cambio, sí tiene carne y pollo de primera —regulados a 90 bolívares (un dólar, 0,76 euros) y 43 bolívares (medio dólar), respectivamente, por kilogramo— que le ha vendido su jefe a precio de mayorista, y quiere ofrecérselos a tres clientes en Maicao, en el departamento de La Guajira, el primer poblado colombiano tras cruzar la frontera. Parece un plan arriesgado. El pasado día 23, el canal Venezolana de Televisión mostraba al vicepresidente venezolano Jorge Arreaza y al número dos del Gobierno, Diosdado Cabello, rodeados de 63.000 litros de combustible y diez toneladas de alimentos empacados cerca del río Limón, en uno de los puestos de control que Obama deberá salvar antes de completar su negocio. “Habrá sanciones graves a cualquier funcionario público o miembro de las Fuerzas Armadas que permita la salida del país del alimento del pueblo”, prometió Arreaza entonces con el evidente objetivo de disuadir a los aventureros.

Obama se persigna antes de introducir su cargamento —13 kilos de carne, 20 de pollo y 40 de queso blanco duro— en la maleta de un viejo Caprice Classic de 1983 que pertenece al taxista Jorge, un evangélico que jamás falta a la iglesia los domingos. Son vehículos muy apreciados en esta zona por su enorme tanque de gasolina, de unos 110 litros, que permite revender parte del combustible al otro lado de la frontera. El viaje es un negocio para todos. Para Obama, que venderá el kilo de carne a 4,6 dólares (3,5 euros) el kilo, y para Jorge, que negociará un punto de gasolina —una medida que equivale a 23 litros— por unos 13 dólares.

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Las principales cadenas de supermercados de Maracaibo han instalado sistemas biométricos que pretenden limitar la compra de alimentos básicos 

Con esa cuenta en mente, el sol empieza a ocultarse en la ruta hacia Maicao, a 100 kilómetros de distancia por una vía recién asfaltada a orillas del Caribe. Por el camino, Obama y Jorge van recordando las experiencias más hilarantes que han vivido como bachaqueros para disimular la angustia. No debería ser más de hora y media de trayecto, pero los puestos de control del lado venezolano convierten el viaje en una travesía de hasta tres horas. Además, por órdenes de Maduro, la frontera permanece cerrada entre las diez de la noche y las cinco de la madrugada para evitar el contrabando. Hay que apurarse porque la carne y el pollo se están descongelando.

Cuando se aproximan a la primera alcabala o puesto de policía, en una de las márgenes del río Limón, Obama le da unos siete dólares a Jorge para pagar el primer soborno o coima. Tienen suerte. El guardia les indica que sigan adelante. En el siguiente punto, en el retén de Las Guardias, un teniente de las Fuerzas Armadas ordena detener el vehículo. Jorge abre la puerta:

—¿Qué llevas ahí en la maleta?

—Te voy a dar tu picada (coima).

—Bájate y ábrela.

Jorge le pide a Obama la factura de la carne. Con ese comprobante podrán demostrar a la autoridad que la mercancía les pertenece. Obama saca del bolsillo delantero de su pantalón un papel doblado que le extiende a su amigo.

Diez minutos después Jorge regresa y dice:

—Debemos esperar un rato.

—¿Aceptó o no aceptó la picada? —pregunta Obama un poco inquieto.

—Tranquilo, coño. El hombre va a hablar con el capitán que comanda el pelotón para que podamos seguir.

El teniente introduce medio cuerpo en el asiento del piloto esperando su coima. Resignado, Jorge toma cinco billetes de 100 bolívares (algo más de cinco dólares) y se los coloca dentro de la guerrera. De inmediato el teniente cierra la puerta y hace sonar un silbato para que acelere.

Una pista para ganar seis veces más

Antes de llegar al próximo punto de control venezolano, Obama deberá continuar el recorrido en otro vehículo. Las restricciones en la alcabala de Guarero, la más importante y complicada del trayecto, obligan a un cambio de planes. Hay que tomar una pista embarrada para llegar hasta Maicao y el coche de Jorge no puede transitar por allí. Ha llovido mucho.

En Los Filúos, una especie de gran zoco árabe a oscuras situado al borde de la carretera y repleto de gente que habla en dialecto indígena, Obama sube a un viejo camión acondicionado para transportar a pasajeros en su parte trasera llamado chirrinchera en el castellano local. Advertido por el chófer, un indígena Wayuu llamado Fabio, Obama oculta la carne, el pollo y el queso. Los demás viajeros, la mayoría miembros de la etnia Wayuu, habitantes originarios de la zona que viven del contrabando, suben al vehículo y esconden también su mercancía. Ellos también llevan alimentos para revenderlos en Colombia.

El camión se desvía por un camino de tierra que los entendidos llaman La Cortica. Es una pista abierta entre matorrales densos y que atraviesa varios caseríos separados por sogas donde hay que pagar para poder seguir. Cien bolívares aquí, cincuenta más allá, otros 200 al final del trecho.

Obama ha recuperado la sonrisa que había perdido en el trayecto. En las paredes de las viviendas aparecen carteles de la reciente campaña presidencial del presidente Juan Manuel Santos. Ya está en Colombia. Al salir de la pista hay que recorrer otros diez kilómetros más hasta llegar a la calle 13 de Maicao, punto final del recorrido.

Allí esperaba Jorge parado al lado de su Caprice Classic y con la maleta abierta. A sus pies había cuatro bultos de Harina Pan, la marca más reconocida de Venezuela, la base para elaborar las arepas (una especie de empanadas), parte esencial de la dieta venezolana. Cada bulto tiene 20 paquetes de un kilo. Antes de entregar la carne a sus clientes, Obama preguntó a uno de los revendedores cuánto costaba cada unidad. Dos mil pesos colombianos, le respondieron, unos 90 bolívares (un dólar). En Venezuela le costó 14, seis veces menos.

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