Esconder el horror. Ése ha sido, a lo largo de la historia, el objetivo del poder. De gobiernos, monarquías, dictaduras y ejércitos a cual más terrible. Esconder. No ver algo es el primer paso para convencernos de que no existe. No mostrar el horror es el primer paso para hacer que los demás crean que no existe. O que no existió. Los periodistas no estamos para esconder. Estamos para contar lo que pasa. Para mostrar lo que pasa. Es nuestra responsabilidad. Con quienes nos leen ahora mismo, hoy o mañana. Pero también con quienes dentro de décadas o quién sabe si siglos revisarán las hemerotecas para saber qué ocurrió el 17 de agosto de 2017 en la Rambla de Barcelona. Si no fuera por esas crónicas y fotografías que estos días tantos critican, hoy no seríamos conscientes del horror de Vietnam, del horror de los campos de concentración nazis, del horror de los Balcanes, del horror de la hambruna en África, del horror de las primeras víctimas del sida, del horror de la Guerra Civil, del horror de Hiroshima y Nagasaki, del horror de la esclavitud en Estados Unidos, del horror del Mediterráneo como ataúd. Los periodistas no estamos para esconder. Ya hay otros que se encargan de hacerlo. Ni para llenar de purpurina y confeti la realidad. También lo hacen otros. Estamos para contar y mostrar. Especialmente el horror. Aunque no nos guste. Aunque se nos revuelvan las tripas.