Es mentira que la corrupción proceda siempre del gobierno o que la única forma de atajarla sea cortándole las manos a los cuerpos del Estado. Es mentira que los únicos corruptos sean los servidores públicos o que éstos actúen solos, sin cómplices externos que alimentan su ambición. Es mentira que los ciudadanos, todos, sean probos, honestos y comprometidos con la patria. Es mentira que las únicas víctimas sean los particulares, sometidos siempre a la dictadura de las burocracias públicas.

Decir esto es políticamente incorrecto, ya sé. Pero es necesario, porque en la búsqueda de opciones para salir del pantano de despropósitos en el que está viviendo México corremos el riesgo de “tirar al niño con el agua sucia”. La implacable repetición del argumento según el cual la corrupción solamente procede del gobierno, puede acabar haciendo trizas a los mejores instrumentos que tenemos para combatirla y, eventualmente, puede desembocar en una debilidad mucho mayor del Estado mexicano.

Yo quiero un Estado honesto, pero fuerte. De entrada, me niego a seguir la ruta de quienes han identificado al monstruo de la corrupción con la caricatura de los funcionarios malos. Llevada hasta el extremo, esa falsa imagen del fenómeno que nos abruma consistiría en una sociedad con un Estado mínimo, vigilado hasta en sus más minúsculos procedimientos y acotado en cada una de sus decisiones. En suma, un Estado inútil que, en contrapartida, podría ser dominado por los grandes empresarios —nacionales y transnacionales—, por los medios de comunicación más influyentes, por las organizaciones civiles más potentes y, al final, por los poderes fácticos violentos. Esa fue la peor receta del así llamado neoliberalismo que, al final, llevó al mundo a la crisis financiera global y, en la muy incompleta versión local, a la fiesta de las oligarquías, los oligopolios y los cárteles.

No es necesario inventar una teoría para saber que la ecuación de un Estado débil se completa, siempre, con poderes fácticos muy fuertes. Tampoco es indispensable recordar que esos poderes harán siempre lo posible por debilitar a quienes intentan regularlos y meterlos al orden de una sociedad armónica e igualitaria. Está en su naturaleza romper límites y hacer avanzar sus intereses. Por eso es peligroso caer en la trampa de la corrupción dizque unidireccional. Si todo el esfuerzo por combatir la corrupción se inclina hacia el sector público y nos olvidamos del sector privado y los criminales cómplices, la parte más débil de la sociedad —es decir, casi todos— se quedará sin salvaguardas.

La primera función del Estado es ofrecer seguridad, pero no de cualquier modo ni a cualquier costo. De hecho, el concepto es mucho más amplio que el que se ciñe a enfrentar a quienes usan la violencia para hacer valer su voluntad; es mucho más que tener un buen ejército, una buena policía o un buen sistema judicial. La seguridad también depende de la regulación que garantiza la convivencia entre particulares y los acota para evitar abusos. Y para eso necesitamos cuerpos públicos profesionales y de alta calidad —vigilados y honestos, sí, pero públicos al fin— y una sociedad activa y consciente capaz de contenerse mutuamente. No sólo de culpar y enfrentar a los malos gobernantes y a los burócratas negligentes y corruptos, sino a las empresas y los empresarios que hacen su agosto cada día, gracias a las debilidades del Estado.

Hay que tener mucho cuidado para no confundir el combate a la corrupción con la destrucción de las capacidades del Estado. Hay muchos tiradores —dentro y fuera del país— que desearían que eso sucediera. Pero la clave está en otro lugar: está en la conciencia organizada de la sociedad para salir juntos del atolladero, colectivamente y sin engaños. El Estado somos nosotros.

Investigador del CIDE

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